Ahora que acaba de pasar el día del friki, recuerdo un hecho inusual que me ocurrió el pasado domingo cuando disfrutaba de unos momentos relajados en el autobús. A eso de las cuatro de la tarde, con un tráfico inexistente y apenas sin viajeros, me sobraba un tiempo de asueto bastante generoso en la terminal de Arkaiate. El sol calentaba con decisión y la modorra parecía hacer acto de presencia mientras leía repantingado en mi asiento. A esto que tuve que frotarme los ojos cuando tres individuos, uno de ellos alto y vestido de Darth Vader, escoltado por los otros dos que portaban trajes de las tropas de asalto, subieron al autobús:

-¿Nos llevas al centro de la galaxia? -interpeló el que venía del lado oscuro-.

-Claro, no te fastidia -respondí yo con una sonrisa-. Tengo la lanzadera a punto, simpático.

-Gracias -dijo mientras pasaban todos al interior-.

-Sí, sí, mucha broma pero hay que pagar billete, ¿eh? Que luego el emperador no sabes cómo se pone -indiqué siguiendo la comedia-.

Cuando les di los tiques comprobé las monedas y éstas eran de juguete. Me levantaba ya para poner las cosas en su sitio cuando noté cómo me agarraban por los hombros y me agitaban. Al abrir los ojos vi a un individuo muy alto, pelirrojo, lleno de pelo:

-¡Anda, Chewbacca! -grité asustado-.

-Qué Chewbacca ni que porras -me dijo un hipster barbudo algo enfadado-. Hace ya dos minutos que teníamos que haber salido de la parada y está usted roncando.

Volví rápidamente a la realidad tras el fútil sueño galáctico. Me dispuse a arrancar, pero el bus no estaba por la labor. Comencé a exasperarme.

-“Todas las cosas tienen su tiempo y su momento” -dijo con voz tranquila un anciano desde el asiento próximo a la puerta-. “Relájate y deja que fluya la energía por tus manos con suavidad”.

Sonreí mientras me calmaba y hacía las cosas sin precipitarme. Saqué la velocidad, comprobé los indicadores y el autobús arrancó delicadamente. Me volví con complicidad hacia el viajero mayor, pero no había nadie en el vehículo excepto el joven de antes. Sentí un escalofrío e inicié la marcha con cierta premura para recuperar el tiempo perdido. El hipster se me acercó para preguntar algo cuando tomaba la rotonda. La inercia de la curva lo lanzó hacia un lado. Afortunadamente estuve rápido de reflejos y lo sujeté con firmeza del brazo evitando que cayera al suelo. Quedó un poco desconcertado. Me habló aún pálido por el susto:

-Gracias, amigo -dijo-. ¿Cómo ha podido agarrarme así?

Entonces, llámenme loco, pero juraría que oí una voz que resonó desde el fondo del pasillo y llegó hasta nosotros:

-“Porque la fuerza en él es muy poderosa y le acompañará siempre”?