GUATEMALA. Sobre una pequeña loma donde la lluvia no cae con asiduidad desde hace años, llantos desesperados de una madre sin consuelo resonaron hoy con fuerza en una casa en la que decenas de personas dieron el último adiós a una de las niñas fallecidas al incendiarse un centro en Guatemala.
En un pequeño habitáculo hecho de bloque y rodeado por una casa del mismo tamaño pero de lámina en la que no hay agua corriente, Bernardo Pérez y su mujer, Anabely Junay, despidieron con impotencia a su hija Ana Roselia, de 14, una de las 40 niñas y adolescentes que murieron calcinadas por un incendio declarado el miércoles pasado en el Hogar Seguro Virgen de la Asunción.
La desgracia ha rodeado a esta familia desde hace tiempo. Hace dos años, cuenta el patriarca de la familia, la Procuraduría General de la Nación (PGN) se llevó a todos sus hijos pequeños. Siete. En total tenía 12.
Al parecer una vecina los denunció por maltratos, aunque él niega tal extremo, y todos los pequeños fueron enviados a un refugio de San Lucas Sacatepéquez, el más cercano.
"Ser pobre no es un delito", clama Rosibel, quien, junto a su madre, Victoria, cuentan que conocen a la familia desde hace años y aun sabiendo de su pobreza no entienden cómo pueden dejar a una madre, rota del dolor y sin la mayor parte de sus hijos.
El padre de Ana Roselia, un hombre de 56 años que cultiva milpa y fríjol donde puede, recuerda que su pequeña "era solo una niña", por lo que exige justicia para que los nombres de las muertas y de las víctimas no queden en el olvido.
Hace un mes que su hija fue enviada al "Hogar Seguro". Del anterior se escapaba continuamente igual que de casa: "Desaparecía tres noches seguidas. No sé dónde estaba (...) Pero antes no era así. Se volvió rebelde. No le gustó el encierro. Antes era llevadera".
En una de esas idas y venidas en las que no sabía con quién andaba, un juez decidió enviarla "por rebelde" al centro donde finalmente murió calcinada.
"A un padre le da pena que anden tan de noche por ahí". Pero la mala suerte hizo que su hija fuera una de las 40 fallecidas por el fuego que estaban encerradas bajo llave en una aula de 4 metros por cuatro.
Las pruebas de ADN lo tuvieron que constatar. Pero Bernardo ahora se pregunta qué va a pasar con sus otros seis niños, 4 varones y 2 chicas entre los 4 y los 17 años. Siguen internados en un centro de menores, pero considera que es mejor que se los entreguen.
"Trabajando primero Dios se consigue la comida", dice el padre, de ojos oscuros y barba de varios días.
La escuela, cuenta, está a dos calles. La familia les ayudará y por eso pide que sus otros hijos vuelvan ya a casa antes de que pase otra desgracia.
Ana Roselia, a la que no le gustaba estudiar y solo se sentaba frente a los libros "por gusto", ya no pudo regresar.
Los rumores de maltratos se suceden entre algunos vecinos. Tímidos, cuentan en un corrillo cómo los padres supuestamente pegan a sus hijos. Pero ante la cámara, muchos de ellos descalzos, prefieren no hablarlo.
"Ojalá que se los devuelvan. Aquí comen lo que Dios regala. Los tres tiempos (las tres comidas)", resume uno de los hombres, quien siente "lástima y pena" porque todos allí, en la aldea Hierbabuena, son una "gran familia".
"Tantas señoritas, tantas", grita otra señora con una bebé de meses, gordita y risueña, en brazos.
Durante el traslado al cementerio de Zaragoza, donde se dio sepultura a la pequeña, se escucharon alabanzas y plegarias para velar a la niña.
Su madre, una señora resguardada por otras dos, grita y clama sin consuelo: "Ay dios mío, mi hija. Ay porque me denunciaron y me quitaron a mi hija. Se la di viva y bonita y vuelve en una caja".
En el camino angosto del cementerio, una de las hermanas mayores de la niña, Gloria, de 24 años, se desmayó del dolor.