hace algo más de una década (2004) diez nuevos países del Centro y Este de Europa se incorporaron al club comunitario. Nunca se había producido una ampliación tan ambiciosa y ésta supuso de facto el final del Telón de Acero para aquellos Estados sometidos durante cuarenta años al yugo soviético y que vieron en la entrada a la Unión Europea la oportunidad de aislarse definitivamente de la órbita rusa y de acceder a una serie de fondos europeos que equiparasen su nivel de vida al del resto del continente.
Once años después se demuestra que esta integración europea presenta numerosas grietas y que la diplomacia comunitaria no ha sido capaz de vaticinar las tensiones que se avecinaban. El ejemplo más palpable se ha producido tras la cumbre celebrada este último miércoles en Bruselas ante la crisis de refugiados a la que hace frente Europa. Quizás lo menos sorprendente hayan sido las reticencias de cuatro países a aceptar las cuotas impuestas por Bruselas (otros como Reino Unido y Dinamarca también lo hacen amparados por la excepcionalidad que le permiten los Tratados y nadie se escandaliza) sino el tono empleado y la articulación de un discurso que está en las antípodas de lo que supone la aceptación de los valores democráticos europeos. El que lo ha dicho más claro es el primer ministro húngaro, Victor Orban, que ha acusado a Berlín de “imperialismo moral”. Otros, como el primer ministro eslovaco, Robert Figo, ya ha anunciado que no cumplirá con lo acordado en la cumbre y que, por lo tanto, se verá las caras con la Comisión Europea en el Tribunal de Justicia de la Unión Europea de Luxemburgo. Unas palabras que han ocasionado escándalo en el grupo socialista de la Eurocámara, que incluso se está planteando la expulsión de las filas húngaras dentro de su grupo parlamentario.
Muchos ven en la línea dura defendida por estos países una maniobra puramente electoralista (Eslovaquia celebra sus elecciones en marzo), pero lo cierto es que la utilización del ejército armado por parte de Budapest para impedir la entrada de refugiados, el empleo de campos militarizados en Croacia o la afirmación por parte de Figo de que solo aceptará cristianos y no musulmanes dentro de sus demandantes de asilo revela que Bruselas ha estado haciendo la vista gorda demasiado tiempo hacia ciertas cosas.
No es demasiado extraño ni es la primera vez. Durante los últimos cinco años, la Unión Europea ha vivido ensimismada en la crisis de la moneda única que ha supuesto una enorme herida todavía abierta entre las economías centrales y periféricas de la zona euro. Esta fractura ha tapado otras que también estaban latentes. Diez años después el nivel de vida de los nuevos socios sigue siendo inferior al de los antiguos, muchos de ellos han pasado de emigrantes (el mito del fontanero polaco) a receptores en un tiempo record y las minorías siguen contando con grandes problemas de integración. Todo esto ha propiciado tendencias ultranacionalistas y el discurso del miedo que si bien no son exclusivas de los nuevos Estados (las civilizadas Francia y Holanda y Finlandia también viven este auge) cuentan en éstos un caldo de cultivo preocupante.
La entrada en la Unión Europea se ha considerado siempre la mejor manera de democratizar desde fuera pero con la voluntad expresa del protagonista que se adhiere a este club de manera voluntaria. Así pasó con países con pasado autoritario como España, Portugal y Grecia que vieron en la entrada al club la mejor manera de superar dictaduras cercanas en el tiempo, aunque nada sea perfecto. Hungría es el caso más paradigmático de que esto no siempre se cumple. Desde el año 2010, el ejecutivo de Victor Orban apoyado en su mayoría absoluta ha emprendido reformas en la constitución en áreas tan fundamentales como la independencia del poder judicial, la libertad de prensa o el sistema electoral. Incluso ha coqueteado con la posibilidad de instaurar la pena de muerte.
La Unión Europea tiene instrumentos para atajar estos desmanes, pero no quiere hacerlo. El artículo 7 del Tratado de la Unión Europea establece una serie de acciones que se pueden poner en marcha si un Estado miembro produce una clara violación de los principios fundacionales de la Unión Europea. Entre estas medidas se incluye la suspensión de los derechos de voto de un estado miembro en El Consejo. Supone una decisión drástica que nunca se ha puesto en marcha, ya que se necesita la aprobación de cuatro quintos de los Estados Miembro. Orban pertenece al Partido Popular Europeo, el mismo que Angela Merkel, y las capitales europeas han preferido guardar silencio ante uno de los suyos, aunque sea díscolo. Quizás cuando se dispongan a actuar, la fractura se haya ensanchado.