En primera clase, dos tripulantes de apellidos vascos embarcaron aquel funesto día en el Titanic; el rico uruguayo Ramón Artagaveytia y el político mexicano Manuel Uruchurtu. Descendientes de familias de la margen izquierda, los dos murieron en el naufragio. Josu Hormaetxea en su libro Pasajeros del Titanic. El último viaje de Ramón Artagaveytia investiga el final del acaudalado uruguayo. Hijo y nieto de vizcaínos, nació en 1840 en Montevideo donde su padre hizo una gran fortuna y se convirtió en diputado del Partido Blanco. Cuando Ramón embarcó en el Titanic tenía ya 74 años. Gran aficionado a viajar, quienes lo conocían lo recuerdan como un dandy que pretendía llegar a Nueva York en el Titanic y posteriormente hacer una ruta por Estados Unidos, dado que poseía una envidiable posición económica. Días antes de embarcar había visitado Bilbao.
Curiosamente, en su juventud había vivido una situación similar a la del Titanic. Todo sucedió cuarenta años antes del desastre. Viajaba a bordo del vapor América y sobrevivió a un naufragio del que se salvó al arrojarse por la borda en río de la Plata. "Su reloj estaba parado a las 5 de la mañana, eso significa que estuvo a punto de volver a engañar a la muerte, ya que los equipos de rescate a esa hora ya habían llegado", relata Josu Hormaetxea.
Por su parte, Alejandro Garate Uruchurtu, mexicano afincado en Cancún, ha estudiado la vida de su tío abuelo en un ensayo. Manuel Uruchurtu nació en 1872 al noroeste de México, descendiente de Pedro Mateo Uruchurtu Eyorbide, su abuelo, nacido en Bilbao y que llegó a México en 1808. Manuel Uruchurtu ejerció la carrera de abogado y estuvo muy ligado a Porfirio Díaz, el que fuera presidente mexicano durante 34 años.
A finales de febrero de 1912 viajó a Francia para entrevistarse con importantes políticos y decidió cambiar su billete del buque Spain, que cubría la ruta entre Francia y Veracruz, por el del lujoso Titanic. En el momento de la tragedia se le designó la lancha número 11 por su calidad de político y diplomado. Sin embargo, el abogado cedió, caballerosamente, su lugar a la neoyorkina Elisabeth Ramell Nye y lo único que le pidió es que si ella se salvaba comunicase a su familia en Veracruz lo sucedido.