Escarbar en nuestro inconsciente un par de veces a la semana puede acabar con el presupuesto que teníamos reservado para las vacaciones. Y es que el psicoanálisis a menudo nos cambia el trauma de sitio: nos lo quita (cuando puede) de la cabeza y nos lo deja en el bolsillo. No obstante, la confesión es buena. Lo cura todo. O casi todo, como dice un anuncio de televisión. La psicología ha demostrado que hay miedos, resentimientos, fobias, estrés, problemas de pareja y de comunicación que si los mantenemos ocultos pueden llegar a arruinar nuestra vida. Pero… ¡en dos sentidos!

Muchas personas creen, sin embargo, que tienen casi la obligación de contar sus problemas a los que conviven en su entorno. O necesitan comunicar enseguida a alguien sus más íntimos tormentos. Son aquellas que padecen el síndrome del confesionario. En esta generalizada creencia olvidamos que viene impulsada por un deseo infantil de pasar nuestra carga a otro. Pero, como expresaba un viejo rabino “Si tu conflicto oprime tu corazón, ¿cómo puedes esperar que lo soporte el corazón de otro?”. No parece aconsejable, por tanto, recurrir a nuestro círculo íntimo. Lo mejor es confesarse con alguien que no tenga nada que ver con el asunto que nos aflige. No para esperar que sea más objetivo en su criterio, sino más indulgente con nuestros pecados.

¿A quién 'confesarse'?

Es importante, pues, que confiemos a alguien nuestros problemas. Pero ¿a quién? ¿A ese psicoanalista que nos cobra la sesión a precio de oro? Se dice de ellos que escarban en nuestro inconsciente en busca de las causas y las motivaciones como si fueran los prestidigitadores de la mente. Pero sus métodos son tan intangibles e incomprensibles para los propios pacientes, que a menudo provocan más desazón en la mayoría de ellos. A pesar de todo, alguna decisión debemos adoptar para comprender nuestros problemas. Esos miedos, preocupaciones, fobias o estrés hay que desterrarlos de nuestra mente con el fin de contribuir a mantener la salud mental y física, ya que el cuerpo y la mente no es una dualidad como antes se concebía, sino un todo que ambos se influyen entre sí.

 Así las cosas, para la mayoría de casos hay otras fórmulas más baratas que pueden brindar excelentes resultados, por ejemplo, el peluquero. Se trata de un personaje de la vida cotidiana, nada dado, paradójicamente a tomarnos el pelo. Y mucho menos a reaccionar con esa insolidaria y escasa empatía de la frase: “¡No me cuente usted su vida!”. En nuestra sociedad, antes de que llegase la moda del psicólogo o el psiquiatra nos las apañábamos con los confesionarios. Pero desde que las creencias religiosas están en crisis, muchos hombres y muchas mujeres han cambiado el confesionario por la peluquería. En ella se desahogan con alguien que sabe muy bien que su trabajo no sólo se circunscribe a hacer un buen look con la parte más visible de la cabeza, sino también con la que no se ve. Y va incluido en el precio del servicio, ¡sin sobrecargo!

Los milagros de Fígaro

Conversando con el peluquero podemos llegar a hurgar las profundidades de nuestro inconsciente, sin necesidad de andar averiguando quién era ese Edipo o esa Electra de los que el psicoanalista siempre cuenta unos chismes horrorosos. Es cierto que los peluqueros o las peluqueras no saben darnos tantos pelos ni señales de estos legendarios homicidas, pero con la navaja, la tijera y el peine, van aflorando también las frustraciones, las culpas y los complejos sin que importen demasiado sus etiquetas y definiciones. “En el ámbito de la peluquería –dice el psicólogo Miguel Huertas—el lavado de pelo, el agua tibia y el cepillado, implican un continuo contacto corporal, suave, acariciador, delicado”. Tampoco le faltaba razón a Françoise Sagan cuando decía aquello de: “No hay estado depresivo que se resista a un buen champú”. Y es que, en el ambiente relajado de la peluquería, los adultos nos sentimos niños y nos dejamos querer, limpiar y aconsejar…

Efectivamente, los peluqueros son, entre otros, unos profesionales bien dotados para la conversación. Ejercen –sin ser, tal vez, demasiado conscientes de ello—de médicos del alma. Son excelentes candidatos para confidentes y consejeros. Nadie tiene tanto poder de convicción como ellos. No es extraño, pues, que sean muchas las personas que, quizás también inconscientemente, los elijan como paño de lágrimas para contarles sus cuitas y sus sentimientos de culpas. 

El comercio neurótico

Calmar nuestro síndrome del confesionario en la peluquería tiene, además, otra ventaja: no nos obliga a escuchar la verborrea y la incomprensible jerga del psicoanalista, que, a menudo, le agrega al paciente un nuevo complejo: el de la inferioridad intelectual. Sin embargo, los profesionales del ego y del inconsciente, no parecen demasiado interesados en que la cultura popular y los peluqueros les estropeen su negocio de la neurosis

En este sentido, conviene tener presente la frase que irónicamente J. Mc. Knight en Profesiones inhabilitantes pone en boca de ciertos profesionales del diván: “Nosotros necesitamos resolver sus problemas, nosotros necesitamos decirles cuáles son sus problemas y nosotros necesitamos tratar esos problemas en nuestro lenguaje”. Con lo fácil que sería decir: “Necesitamos que algún masoquista nos mantenga”.

Pueden existir casos graves, como el de aquel sujeto que confesaba su trauma así: “Estoy atravesando una crisis espantosa: amo a mi mujer, amo a mis hijos y he encontrado un trabajo que me interesa mucho”. En tales circunstancias, tal vez no quede más remedio que rascarse el bolsillo y acudir al psicoanalista para que le eche imaginación al asunto. No para que solucione el problema, sino para que bautice la nueva patología con algún nombre de tragedia griega. Al menos, sabremos cómo se llama nuestro mal y podremos comunicárselo a los amigos en la cena del viernes por la noche. Para cualquier esnob la simple definición ¡puede justificar el desembolso pecuniario!