Quienes nos precedieron eran naturaleza, seguían sus ritmos y estaban profundamente vinculados a ella. Nosotros seguimos siendo naturaleza, pero parece que se nos ha olvidado; quizás sea un buen momento para retornar a esa visión de pertenencia a lo que nos rodea, más que pensar que lo que nos rodea nos pertenece y podemos esquilmarlo a nuestro antojo.
Todavía podemos tocar este antiguo culto a los elementos naturales en algunas de las festividades que, aún hoy, celebramos. Cultos inspirados en una antiquísima religión animista, en la que nuestros ancestros adoraban a elementos de la naturaleza o a las fuerzas mágicas que habitan en ellos. Con el paso del tiempo, de forma paulatina, esas fuerzas, esos dioses naturalísticos, fueron adoptando formas humanas, dando lugar a los personajes míticos de nuestra tradición.
Una de las formas más interesantes de culto naturalístico es la de los árboles sagrados, en diferentes versiones. Son varias las especies que nuestros antepasados utilizaron tanto a nivel mítico como ritual; una de ellas es el haya. Y qué mejor forma de saber un poco más de la magia de este árbol que caminar por un hayedo, concretamente por el laberinto de Arno, ubicado en la sierra alavesa de Entzia.
Comenzamos a caminar en el parking de la Fuente de los Alemanes, junto a la pista que une el puerto de Opakua con los rasos de Legaire. Descendemos unos 100 metros por el asfalto, hasta dar con una pista que, a nuestra izquierda, se interna en el bosque. Tomamos la pista para alcanzar rápidamente una balsa llamada Iturbeltz. Seguimos caminando de frente y cruzamos un puente, tras el cual, debemos seguir junto a unas tuberías negras de conducción de aguas. A unos 300 metros desde el puente, descendemos hasta el río para ver la surgencia de la fuente de Iturbeltz, que mana del interior de la tierra. Volvemos al sendero que, si bien es claro, no conviene dejarlo para no perdernos. Rápidamente, alcanzamos un desvío en medio del hayedo, junto al riachuelo. En este punto, comenzamos a ascender a nuestra derecha sin perder en ningún momento las marcas pintadas en las hayas.
Ascendemos paulatinamente, entre increíbles paisajes de roca caliza cubierta de musgo, salpicando el hayedo. Casi sin darnos cuenta, llegamos a la cumbre del monte Lazkueta. Se trata de una doble cima, de 1.095 metros de altitud, que comparte nombre con otra un poco más alta, localizada hacia el NE. Desde el buzón cimero, el panorama se abre, permitiéndonos disfrutar de una bella vista sobre los bosques que tapizan la sierra.
Seguimos el sendero, y comenzamos a descender. Esta es la parte más compleja de la ruta por la facilidad de extraviarse, por lo que debemos estar muy pendientes de las balizas rojas. El camino gira hacia la izquierda, hasta alcanzar una zona más despejada. Tras ella, topamos con un cruce, que seguimos a la derecha y se interna por un laberinto de paredes rocosas que nos llevan a una de esas joyas de nuestras montañas: el arco de Zalamportillo. Una abertura natural, horadada en la piedra, que es como la puerta mágica a un universo feérico. Es un lugar idóneo para hacer un alto en el camino y respirar la esencia telúrica del hayedo.
El haya sagrada
Para nuestros antepasados, el haya fue uno de los grandes árboles sagrados, considerada como la abuela del bosque, siendo una de las especies que más paz aporta. Esto no pasó desapercibido para nuestros ancestros, que le dotaron de carácter sagrado. De esta sacralidad nos hablan topónimos como Pagobedeinkatua (haya sagrada), que encontramos en Soraluze, Gipuzkoa, por poner un ejemplo. Sin olvidar el haya pintada en una cueva de la localidad alavesa de Faido, o las aras -altares votivos de piedra- con inscripciones dedicadas al dios Fago, de la zona de Comminges.
La tradición popular no pasó por alto la sacralidad de este árbol y lo vinculó con la principal deidad de la mitología vasca mediante una conocida leyenda que se da en el paraje de Pagomari, en la sierra de Aralar. Se la contó, José Zufiaurre, mítico guarda de esta montaña, a José Miguel de Barandiarán:
“Cuentan que, en un tiempo, no se podían dejar solas las ovejas en el monte por la presencia de lobos. Y, cuando los hombres debían trabajar en el pueblo, eran las mujeres las que se encargaban de apacentar los rebaños. Sucedió que en estas labores se encontraba en un día cierta chica llamada Mari, cuando pasaron por el paraje unos seminaristas, que se dirigían al santuario de San Miguel de Aralar; vieron a la joven y uno de ellos se quedó prendado de ella. Al regresar a su tierra, dijo que no quería ser seminarista y regresó a Aralar, para acompañar a Mari. Estaban ambos apacentando las ovejas, cuando comenzó a tronar y se cobijaron bajo la corpulenta haya. De pronto un rayo mató a ambos, desde ese momento, el haya se conoce como Pagomari .”
Una preciosa creencia unida al haya nos cuenta como un numen benévolo del bosque, llamado “La Vieja del Monte”, habita en el tronco hueco de uno de estos árboles. Se encarga de proteger a quienes trabajan en el bosque, y acostumbra a dejar un trozo de pan en el zurrón de los humanos; lo hace en forma de niebla. Cuando los trabajadores regresan a casa, regalan ese pan a los niños, a los que les dicen que, si lo comen, se harán fuertes y hábiles leñadores. Tras descansar junto al arco, retomamos el sendero de la ruta, y continuamos en descenso, pasando junto a una borda pastoril. Alcanzamos el cruce de la subida y volvemos al punto de partida.
FICHA TÉCNICA
- ACCESO: El puerto de Opakua se alcanza por la carretera A-2128 desde las localidades alavesas de Agurain o Kanpezu. Una vez en el puerto, una pista asfaltada hacia el este nos lleva al aparcamiento en unos 2,5 kilómetros.
- DISTANCIA: 8 kilómetros
- DESNIVEL: 150 metros
- DIFICULTAD: Media. Recorrido por bosque, balizado, donde se aconseja el uso de GPS y evitar días de niebla.