omo en los cuentos, podríamos empezar diciendo aquello de érase una vez una cuadrilla de tontos del culo que se expusieron y arriesgaron a sus familias y a todo el mundo al saltarse todas las recomendaciones sanitarias en unos oscuros tiempos de pandemia. Lo triste es que sucedió de verdad.

El lehendakari sigue gestionando esta difícil situación que está poniendo a prueba nuestro sistema sanitario y a su equipo ante unas necesidades nuevas y en un contexto de grave crisis. Por el momento, no hay verdades absolutas ni definitivas ante ese virus y las decisiones que se están tomando lo son desde el convencimiento de que es lo mejor para ir superándolo. La buena noticia es que ya han preparado la administración de la vacuna para el próximo año, aunque en ningún caso deberíamos bajar la guardia. Ojalá las navidades no nos supongan un retroceso en la tendencia positiva de las últimas semanas, tras el cierre de la hostelería y la aplicación de las limitaciones a la movilidad nocturna.

Lo que no vale es vivir como siempre en un contexto que no es el de siempre. Y, como los niveles de irresponsabilidad son grandes, siguen sucediendo episodios tan deplorables como el de la fiesta de Derio. Sus penosas imágenes son la prueba palpable del incumplimiento de las normas por esas 67 participantes que se jactaban en las redes sociales de la juerga en la que estaban, demostrando cara dura, egoísmo y fatuidad. No ha sido la única irresponsabilidad que hemos visto en estos largos nueve meses de pandemia. Y probablemente no será la última.

Lo lamentable de todo esto es que hay gente que aún no ha entendido la gravedad de la situación. Quizás piensen que no les va a tocar, que no van a contagiar a sus parientes y amistades, o incluso puede que crean que son inmunes al virus. Si esas cifras las visualizáramos aplicándolas a lo cercano nos resultaría mucho más duro: ha matado ya a cerca de 4.000 personas en Euskal Herria, más de millón y medio en el mundo y casi 50.000 en el Estado. Esto último equivaldría a la muerte masiva de todo Urdaibai más parte de Mungialde o la mitad de Barakaldo.

Me resulta imposible entender la zafiedad y falta de valores de esas cuadrillas descerebradas o, mejor dicho, desalmadas, ya que no piensan en el riesgo de bloqueo de las UCI o de extensión irresponsable de la enfermedad. Muy caras las posibles consecuencias, simplemente por bailar un rato o agarrarse un colocón.

La Ertzaintza aguantó -imagino que con pocas ganas- los numeritos que les dedicaron. Hace falta paciencia -supongo que eso se aprenderá en Arkaute- para pasarse la noche esperando a que tamaña gentuza saliera de la hospedería. Y como ciudadana me enfada tener desplegado un operativo para atender a esos jovenzuelos ridículos: tiene un coste en dinero, por supuesto, pero también en ocupación de nuestra policía que debería haberse podido dedicar a otras cosas.

¿Pagarán las multas o será como en la ola anterior en la que casi nadie lo hizo? Eso exaspera a la gente cumplidora. Quienes montaron la juerga deberían pagarlo en el sentido más amplio de la palabra; quienes asistieron también. Sin contemplaciones. Por incumplir un montón de normas y por atentar contra la salud pública pero, sobre todo, por insolidaridad y debilidad moral.

Ya sé que la legalidad impide entrar sin mandato judicial a una propiedad privada, pero si desde las ventanas hubieran gritado "gora ETA militarra" se habrían presentado mil destacamentos de la Guardia Civil y la patada en la puerta ni se habría reflexionado medio minuto. A veces se me hace difícil entender dónde está la línea de separación entre los derechos de ese tipo de gente y los del resto de la ciudadanía.