ntrelazarun relato justo, veraz y plural acerca de lo que ocurrió en nuestro terrible pasado de plomo y violencia no está resultando nada fácil. Nos deslizamos con frecuencia por la pendiente del fácil maniqueísmo, del recurso dialéctico pleno de retórica mediante la apelación a una supuesta (y demonizada) equidistancia y fomentamos en realidad la pereza del pensamiento crítico. La bronca política surgida en Madrid tras la muerte del preso Igor González es una muestra de ello.
Otro claro ejemplo se aprecia en la polémica generada con el cartel promocional de la serie 'Patria' en el que se veía a una víctima de ETA asesinada en la calzada y a un terrorista en el suelo tras haber sufrido torturas en una comisaría ha quedado zanjada con la decisión de la plataforma HBO de volver al póster original ante los llamamientos al boicot a HBO en redes por «equiparar» a víctimas y verdugos, a lo que se sumó un mensaje del escritor Fernando Aramburu en su blog lamentando la decisión de haber elegido ese cartel por considerar que "incumple una norma que yo me impuse cuando escribí mi libro: no perder de vista el dolor de las víctimas del terrorismo, tratarlas con la empatía y el cariño que merecen". ¿Justificaba el cartel ahora retirado de 'Patria' los asesinatos porque existieran torturas?; ¿Justificaba a su vez dicho cartel las torturas porque hubiera habido asesinatos terroristas? Mi opinión es que no y que tampoco es, como se ha afirmado, equidistante.
En un campo tan minado ideológicamente como el del análisis de la pacificación y normalización, en un terreno tan abonado al maniqueísmo simplista de los buenos y los malos hay que dejar de lado la neutralidad. Hay que tomar partido, no ser neutral e inclinarse, en relación al ámbito de la paz y la convivencia, a favor de la causa de las víctimas y, sin embargo, tratar de ser imparcial, con el fin de examinar las circunstancias que han concurrido en otros inadmisibles ataques y vulneraciones de libertades y derechos civiles y políticos que, situados obviamente de forma jerarquizada por debajo del derecho a la vida, a la dignidad y a la integridad personal, son igualmente susceptibles de crítica, y poder así en definitiva dar o quitar razones a unos y otros.
No se trata de alcanzar el consenso desde una aparente equidistancia, sino hablar alto y claro: diferir el compromiso, el reto de la convivencia a otra generación supondría declinar nuestra responsabilidad como ciudadanos, un mandato ético que nos interpela a todos. Y no podemos ni debemos dejar en manos exclusivamente de la política esta exigencia de convivencia en paz.
La base ética de mínimos, la premisa para alcanzar este objetivo pasa por reconocer, sin ambages, que amenazar, chantajear, amedrentar y por supuesto atentar contra la vida o la integridad física de cualquier persona es, ha sido y será, sencillamente, inadmisible, insoportable e injustificable.
El conflicto de identidades y el de la violencia son dos cosas distintas; el terrorismo nunca representó una consecuencia natural de un conflicto político, sino su perversión. El cartel objeto de polémica no pretendía simbolizar una falsa simetría entre víctimas y sus agresores. Una guerra o un conflicto entre comunidades puede acabar así, pero en Euskadi no ha hubo ni lo uno ni lo otro.
Ni siquiera los infames episodios de violencia de Estado pueden justificar un esquema de simetría, de tal manera que la culpabilidad estuviera repartida a partes iguales. La violencia no ha sido nunca inevitable, ni cabe justificarla como respuesta adecuada a otra violencia anterior.
La reconciliación supone reposición de unas relaciones de reconocimiento recíproco, pero esta obligación de reconocer a los adversarios, aunque se dirija a todos por igual, no plantea las mismas exigencias a quienes han ejercido la violencia y a quienes no lo han hecho. Aquí tampoco puede aceptarse la simetría. ¿Esto es equidistancia? Que el lector juzgue.