a crisis de hace una docena de años hizo que Europa aprendiera algunas cosas. Sin embargo perdimos la oportunidad de corregir otras. Muchas empresas e instituciones, por poner un ejemplo positivo, se hicieron más prudentes y más transparentes, pero, aquí viene un ejemplo negativo, quisimos terminar con los paraísos fiscales y no lo conseguimos. Ahora tenemos en Europa gigantescos programas de estímulo público a la reactivación económica e industrial que parece se quieren diseñar más radicalmente que nunca con criterios de sostenibilidad (energías limpias, transporte sostenible, economía circular), digitalización, innovación e investigación. En este contexto debe entenderse que el discurso de investidura del ya renovado lehendakari Urkullu remarcara tan insistentemente estos aspectos que han pasado en unos años de percibirse como sectoriales o técnicos, a convertirse en centrales, transversales y de muy duro carácter político. El discurso del jueves no inventa nada en este sentido, pero sí muestra que esta evolución está bastante interiorizada en nuestro país.
Del discurso de investidura pueden señalarse muchas cosas, pero como la cabra tira al monte yo quiero referirme a la visión internacional recogida en una frase de mucho calado: "se trata -dijo el lehendakari- de fortalecer las relaciones de Euskadi en el ámbito europeo y el exterior; así como favorecer la participación en tratados, convenios y acuerdos internacionales". Ya hay quien se ha adelantado a minusvalorar esta frase por entenderla imposible con las actuales condiciones jurídico políticas. Aquí una vez más los extremos se tocan: unos nos ponen el freno centralista recordando que la Constitución española no lo permite y otros, que se consideran en las antípodas políticas pero que emplean las mismas categorías conceptuales, afirman que consecuentemente sin un estado propio no hay nada serio que hacer en el campo internacional. Frente a unos y otros, el hecho es que las relaciones internacionales, la diplomacia compleja y el quehacer diario de las organizaciones internacionales están practicando a día de hoy innumerables experiencias de gobernanza multinivel que incluyen esa participación de entidades políticas con competencias como las nuestras "en tratados, convenios y acuerdos internacionales" de la más diversa índole. Para ello ni es necesario cambiar la Constitución ni es necesario modificar los tratados ni las normas de funcionamiento de multitud de organismos internacionales o, con mayor razón, de redes y espacios de relación y acción más informales.
Para avanzar en esa vía será necesario un acuerdo de los agentes implicados que debe incluir también a agentes de muy diversa naturaleza: lo que el discurso reclama de la colaboración público-privada también es aplicable en este ámbito, reducto que es, equivocadamente a mi juicio, de la vieja pretensión de monopolio de la administración pública. Debo suponer que esta ambición de participación internacional es parte del acuerdo de gobierno y por lo tanto que se dan las condiciones políticas para ir experimentando por este camino con acuerdo y lealtad con nuestras representaciones internacionales existentes. Para eso se necesita un difícil triple equilibrio: entre ambición política por un lado y prudencia en los pasos por el otro; entre respeto de las normas, por un lado, e innovadora flexibilidad en los contenidos y prácticas, por el otro; entre criterio y práctica propios, por un lado, y lealtad a los espacios comunes, por el otro. Y además conviene tener cosas interesantes que aportar, lo cual no puede nunca darse por hecho.