iví casi diez años colgado de un mensáfono que me informaba de cada incidente que ocurría en las calles de Euskadi. Por eso el martes cuando Kirolbet Baskonia (Premio Sabino Arana 2019) doblegó al todopoderoso Barcelona y ganó la Liga de baloncesto, sentí la lógica alegría, pero un segundo después empatía. Pensé en las personas que, en soledad, iban a cargar con la responsabilidad de la celebración, en la calle, de este enorme éxito.
La pandemia nos obliga a mantener una distancia social y unas medidas de precaución incompatibles con el jolgorio de la "vieja normalidad". La gau-pasa con la que algunas personas se saltaron imprudentemente estas normas seguro que quitó también el sueño a la consejera de Salud y a la de Seguridad, y por supuesto al lehendakari y al alcalde de Vitoria. Gorka Urtaran, en su papel, fue el primero en recordar el contexto e insistir en que el futuro de todos estaba en manos de la responsabilidad con que viviésemos la fiesta. Los que, en estos tristes meses, se han dedicado al oficio de profeta han preferido callar, mientras otros prevenían y trabajaban. Si lamentablemente estas conductas producen un rebrote, les escucharemos. Echarán la culpa a los que, en soledad tomaron muchas decisiones para limitar los daños. Dirán que se veía venir y venderán, como hasta ahora, humo.
Viví muchas veces en mi despacho de consejero de Interior la misma sensación. Recuerdo que por muy preparada y planificada que estuviese una operación, había que asumir el terrible riesgo de que neutralizar personas armadas, llenas de odio y dispuestas a matar, ponía en riesgo a los que desarrollaban aquel duro trabajo. Tras tomar la decisión, solo me sacudí la terrible sensación de soledad, solo pude asumir en paz aquella responsabilidad, gracias a la convicción de que hacía lo correcto, de que aquel riesgo salvaría vidas, evitaría tragedias. Lo recuerdo con orgullo porque jamás me impulsó el odio. Me conforta que siempre me acompañaron una familia y un equipo irrepetible de personas que siguen estando, todavía y para siempre, ahí.
Esa conjunción de principios, valores y determinación me ayudó mucho también en otras lides cuando fui elegido para presidir el Parlamento Vasco. Afronté con humor y rigor la pequeña miseria de sancionar a algún acordeonista que se pasó al piano y voto a dos manos en una sesión parlamentaria. Y afronté con la misma energía y enorme perplejidad una intromisión ilegal, antidemocrática e inmoral en la independencia del parlamento perpetrada por unos sujetos con toga que, simplemente, abusaron de su poder. Es bien cierto que algunos de los supuestos beneficiados por mi comportamiento, cuando decidí no disolver el grupo parlamentario llamado entonces Sozialista Abertzaleak, habrían aplaudido mi asesinato.
La primera tropelía la zanjó el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos que certificó que los togados incumplieron el ABC de su magistratura. El deseo de los segundos se frustró gracias a la profesionalidad de la Ertzaintza. Las muchas barbaridades que, por cumplir la ley, me dedicaron los entonces autodenominados "demócratas" sirvieron para que me insultasen en alguna plaza foránea. En las propias me arroparon muchos, lo que compensó con creces la incomodidad de soportar algunas miradas llenas de odio. Afortunadamente de aquellos incendios hoy solo queda humo.
Nunca he fumado. Parte de mi vida la dediqué a la actividad comercial. Al principio echaba de menos el recurso de ofrecer un pitillo, emboscar el mechero en la mano para encenderlo, acercar las cabezas y "romper el hielo". Pronto superé el hándicap. Aprendí que el éxito de la transacción siempre lo determinaba la confianza, el aval de los hechos, la solvencia. En el rudimentario lenguaje del marketing de la época estos atributos te convertían en "una persona de fiar". Desde entonces sé que el humo, fue, es y seguirá siendo humo y en algunos casos, como en el del tabaco, altamente tóxico.