u discurso, o lo que fuera, duró 7 minutos. Bastante menos que el estruendo de cacerolas que le estaban reclamando -siquiera retóricamente pero con justicia—que esos casi cien millones de mordida expoliados por su padre fueran destinados a la sanidad pública. Felipe VI, ese apéndice postrero de dos siglos de borbones aposentados en el trono de España, compareció en hora punta televisiva cuatro días después del confinamiento obligado de 46 millones del censo español, de 15.000 personas infectadas y 750 muertas a causa del coronavirus en ese momento. Jugaba con la ventaja de que el encierro forzoso y el morbo por la reciente mangancia monárquica iba a situar al personal frente al televisor y sumar audiencia. No sé cómo funciona la contabilidad de audiencias televisivas, pero las cifras fueron de escándalo: 15,1 millones de espectadores en 27 cadenas estuvieron pendientes del mayor fiasco televisivo jamás perpetrado por la realeza española. Queda el consuelo de comprobar que buena parte de los millones de televidentes contabilizados y otros muchos que decidieron no escuchar al Borbón mantuvieron la cacerolada el doble del tiempo que duró el discurso.
El caso es que, con la que estaba cayendo desde que Felipe VI anunció que le cortaba el chorro de estipendio al emérito, cuando se comenzaban a conocer los trapicheos de su padre, cuando la comisionista Corina Larsen -por fin algunos medios se atreven a denominarla “la amante del rey Juan Carlos- soltó trapo y amenazó con contar lo que aún no se sabe, nos sale el monarca con un discurso plagado de tópicos sobre la pandemia que nos asuela, repite hasta el aburrimiento lo ya dicho por el presidente Sánchez y por todas las autoridades competentes, reitera lo de que hay que resistir, lo de dejar de lado las diferencias, todos unidos y unidos todos… Todo ello en tono compungido y como de cartón piedra.
No se puede ser más torpe. Ni una sola palabra sobre lo que en realidad se esperaba que debiera hablar. Ni una palabra sobre el comportamiento indigno de eso que llaman pomposamente Casa Real. Lo que la gente quería oír era la verdad sobre las trapacerías del Emérito y alguna expresión de arrepentimiento. Quienes desahogaban su indignación aporreando cacerolas y la multitud de quienes se solidarizaron con la orquesta, merecían al menos una disculpa aunque fuera como aquel bochornoso “lo siento mucho, me he equivocado, no volverá a ocurrir” del emérito cuando fue descubierto de cacería africana mientras la gente se desangraba en plena crisis.
No se puede ser más torpe, pasando de largo por la sarta de escándalos y encubriendo con la pavorosa crisis del coronavirus la propia crisis de la monarquía española. Por supuesto, Felipe VI no escuchó el estruendo de las caceroladas pero seguro que se lo contaron. Y ahí sigue, aguantando con la misma cara de palo el saberse ignorado y despreciado por tanta gente honrada que aguanta estoicamente la embestida de la pandemia. Y ahí sigue, dando ánimos al pueblo desde su torre de cristal comprobando que entre sus más fervientes defensores están los neofascistas. Y ahí sigue, medio encubriendo a su padre, ese maravilloso rey tan campechano él y salvador de la democracia española, venerado hasta el servilismo y la adulación por los medios, los políticos y las masas populares embaucadas por la ignorancia.
No se puede ser más torpe, llamando desde el trono a la unidad cuando ya debería ser consciente de que cada vez está más cerca el consenso para desalojarlo de la Zarzuela y para desde las urnas acabar con una institución caduca e inútil que, además, sus propios componentes se han ocupado de enfangar. No fue de recibo el discurso, no solo porque se limitó a repetir lo ya suficientemente y con más autoridad advertido, sino también, y sobre todo, porque pasó de largo las miserias propias que han dejado a esta monarquía vestigio del franquismo en el punto máximo del declive. Por fin.