na inédita y extraña sensación, mezcla de quietud y de irrealidad, nos envuelve y nos atrapa tras estos primeros días de obligado recogimiento doméstico. Asumimos nuevos (y obligados) hábitos que nos hacen añorar a todos la deseada vuelta a ese glaciar poderoso que es la normalidad, la rutina diaria, la inercia vital del día a día que ahora tanto echamos en falta.
El civismo, la responsabilidad social, la disciplina individual y colectiva pueden ayudarnos, lo van a hacer, a superar estos momentos tan complejos. Pero hace falta algún otro factor emocional que sirva como motor para activar la pujanza social que será necesaria para remontar esta dura situación.
La soledad no deseada siempre es dura, la angustia ante los problemas de salud solo puede combatirse con empatía y solidaridad, es decir, con apoyo, teniendo alguien con quien hablar, con quien compartir. Y la derivada económica (en la dimensión personal-familiar y en la social) también ofrece un panorama muy delicado. Pese a ello, pese a las dificultades, lograremos salir adelante. El motor que nunca se ha de gripar en nuestra sociedad es el de la esperanza.
¿Con qué estado de ánimo podemos o debemos afrontar esta crisis inédita? Cabría contemplarla y vivirla desde la visión del optimista entusiasta, para el que no es necesario hacer nada especial porque a su juicio la mera inercia del paso del tiempo acabará arreglando todo; la segunda visión o percepción sería la del pesimista irredento, persona para la que, hagamos lo que hagamos como sociedad, todo irá de mal en peor. Una y otra visión frenan la laboriosidad individual y colectiva necesaria para hacer frente al reto que tenemos como sociedad.
Por todo ello cabría proponer y promover una tercera vía que ha de permitir superar esta situación y que supone asumir cada uno, cada persona, nuestras propias responsabilidades, sin buscar un chivo expiatorio contra el que descargar nuestra impotencia y nuestros miedos.
Esta visión podría ser calificada como la del “pesimista constructivo”, quien, desde una sana austeridad emocional que no frena su laboriosidad sino que la encauza y la encamina, asume que hay que intentar hacer las cosas bien, con profesionalidad y responsabilidad, cada persona dentro de su ámbito de actuación vital. Solo así acabaremos saliendo de esta dura meseta que representa todo lo que rodea a esta pandemia.
Este pesimismo constructivo supone reconocer que las cosas no están bien y que exigirá mucho esfuerzo remar hacia adelante, pero no implica en modo alguno un gesto de renuncia ante la tarea que tenemos mirando hacia nuestro futuro; al contrario, es prueba de que pese al impacto emocional que conlleva vivir estos duros momentos prima y se impone la voluntad y el deseo de creer en nuestro potente pulso social y en la existencia de una capacidad colectiva e individual suficiente para retomar el camino y volver a la ansiada normalidad social.
Estos tiempos híper modernos que nos toca vivir los ha definido de forma brillante Gilles Lipovetsky: somos individuos más autónomos pero también más frágiles que nunca. En esta posmodernidad coexisten íntimamente dos lógicas: una favorece la autonomía personal y otra incrementa la dependencia.
Los momentos que ahora estamos viviendo pueden acabar incidiendo de forma positiva en un replanteamiento de la socialización; probablemente, esta crisis va a poner en marcha una reorganización social y va a demostrar de forma nítida que las reagrupaciones narcisistas no bastan para formar una sociedad solidaria.
Como sabiamente expresó el admirado Tony Judt, por muy egoístas que seamos, todos necesitamos servicios cuyos costes compartamos con nuestros conciudadanos. Los mercados nunca generan automáticamente confianza, cooperación o acción colectiva para el bien común.
Toda sociedad que destruye el tejido de su Estado (mantenido con los impuestos y los servicios públicos de todos) no tarda en desintegrarse en el polvo y las cenizas de la individualidad. Y todo lo que ahora estamos viviendo nos abrirá los ojos de una nueva pedagogía social: hay que promover el sentido de los valores auténticos, cuando hasta ahora parecía que lo único esencial era el consumo, un consumo febril y emocional afincado sobre los cimientos de un hedonismo individualista.
La responsabilidad y la solidaridad van a ser la piedra angular del porvenir de nuestra sociedad y de nuestra democracia, colectiva e individual.