l contexto social tan catártico que estamos viviendo como consecuencia del coronavirus centra toda nuestra atención y nuestra preocupación en esta crisis y conduce lógicamente a relativizar la importancia y la repercusión de otros ámbitos de debate ciudadano. Por ello, esta ventana de reflexión ahora abierta viene presidida por el deseo de que recuperemos cuando antes nuestra ansiada rutina y normalidad ciudadana.
¿Es posible en democracia materializar sin ruborizarse una injusticia ajustada al Derecho? Parece que cuando la cuestión atañe a la Casa Real y en particular al monarca emérito este oxímoron legal sí es posible. Una injusticia legal. Todo vale o parece valer para garantizar la impunidad del rey emérito. Y eso dentro de un Estado que se autocalifica (art. 1 de la Constitución) como “social, democrático y de Derecho” y que propugna como valores del mismo, entre otros, la justicia y la igualdad.
La Mesa del Congreso de los Diputados aprobó esta pasada semana, y con el aval del informe de los letrados de la Cámara, el rechazo a la puesta en marcha de una Comisión de investigación sobre supuestas ilegalidades en unas cuentas bancarias y en donaciones atribuidas a Juan Carlos I y para determinar, en su caso, “las consiguientes responsabilidades éticas y políticas”.
Todo ello trascendió al conocerse que la Fiscalía suiza ha realizado indagaciones sobre una supuesta donación de 65 millones de dólares atribuida a Juan Carlos I, realizada en 2012 (por tanto, cuando aún era jefe del Estado) y con destino a su “amiga” (eufemismo terminológico acuñado en todos los medios de comunicación españoles) Corinna Larsen. Son hechos que podrían llegar a ser considerados como potencialmente constitutivos de delitos de blanqueo de capitales y fraude fiscal.
Pese a ello, los letrados del Congreso de los Diputados concluyen que no procede su admisión a trámite teniendo en cuenta la posición institucional de la Jefatura del Estado en el marco constitucional y, especialmente, lo dispuesto en los artículos 56.3 y 65 de la Constitución.
¿Realmente cabe afirmar sin sonrojarse que jurídicamente tal rechazo está justificado?; ¿el rey emérito goza de la inmunidad que fija la Constitución para cuando ya no está en ejercicio de su condición de Jefe del Estado? El artículo 56.3 de la Constitución establece que éste es “inviolable” y que “no está sujeto a responsabilidad” mientras ostente el cargo. Esto se traduce en que todos sus actos estarán protegidos. En el caso de Juan Carlos I, con su abdicación perdió la inviolabilidad.
Hoy día el único privilegio que mantiene Juan Carlos I como rey emérito es el del aforamiento. Tras su abdicación, Juan Carlos I consiguió reforzar su protección por esta vía, mediante la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial de 2014 que introdujo la competencia de las salas de lo Civil y de lo Penal del Tribunal Supremo para la tramitación y enjuiciamiento de las acciones civiles y penales, respectivamente, dirigidas contra la reina consorte o el consorte de la reina, la princesa o príncipe de Asturias y su consorte, así como contra el rey o reina que hubiere abdicado y su consorte.
La extensión y aplicación sin restricción alguna del privilegio de la inmunidad del rey emérito resulta difícilmente aceptable en su contraste con los principios y valores de una democracia. ¿Cabe admitir que el rey, sea emérito o esté en activo, tenga una inviolabilidad absoluta o ilimitada, es decir, una impunidad blindada legalmente?; ¿puede proyectarse tal privilegio sobre cualquier hecho delictivo que el monarca haya podido cometer, aunque no tenga nada que ver, es decir, aunque tales delitos sean totalmente ajenos a sus funciones como Jefe del Estado?; ¿Blanquear dinero o eludir el pago de impuestos forma parte de las funciones de tal cargo?
El Derecho comparado y la práctica internacional se oponen a una interpretación tan obscenamente extensiva de la inviolabilidad del ahora ya exjefe del Estado. Un ejemplo modélico de claro contraste con lo ahora decidido lo ofreció la justicia inglesa cuando debatió (y admitió, aunque luego no llegó a materializarse gracias a otras argucias jurídicas) la extradición del dictador chileno Pinochet a España.
Para delimitar la extensión y límites de la inmunidad de los Jefes de Estado el Tribunal de Justicia de la Cámara de los Lores formuló en su decisión un razonamiento tan pedagógico democráticamente como demoledor si se compara con lo ahora decidido respecto a Juan Carlos I, al afirmar, para dar el ok a la entrega del dictador, que “es inconcebible que la tortura de los propios súbditos y de ciudadanos extranjeros pueda ser interpretada por el derecho internacional como la función normal de un Jefe de Estado”. Que el lector juzgue.