a semana comenzó con las declaraciones de Casado, el presidente del PP, en que afirmaba que "si el PNV fuera tan influyente en Madrid, el País Vasco tendría el Tren de Alta Velocidad desde hace 30 años". Ya sabíamos que Casado era, como dice el catedrático Pérez Royo, un verdadero "analfabeto jurídico" que ha sacado la carrera por el camino real, ahora sabemos también que se lía con la lógica argumentativa. Y es que su pensamiento es un logrado caso de tirarse piedras contra el propio tejado. Lo que nos dice Casado es que tendríamos ya tren si los gobiernos centrales hubieran tenido interés. Teniendo en cuenta que durante 15 de esos 30 años ha gobernado del PP, está Casado informando a sus potenciales votantes vascos de que a su partido no le interesan las inversiones en Euskadi. Y si, a su juicio, el poder de influencia del PNV ha sido insuficiente para hacerlos cambiar de criterio, ¿está animando en el fondo a los electores vascos a dar más diputados al PNV para que la próxima vez pueda resultar más decisivo?

Al día siguiente nos enteramos de que Ortega Smith estaba infectado de coronavirus. Viéndolo toser en la misma mano que de inmediato estrechaba entre sus arrobados seguidores uno no sabía si admirarse más de su inconsciencia o de su irresponsabilidad. Pienso que quizá jamás, desde los tiempos de Millán Astray, hizo otro novio de la muerte tanto trabajo por su tan leal compañera. Tras moquear en su mano algo le debió de pegar a Abascal que, a pesar de ser otro machote armado de anticuerpos españoles, también ha caído. El comunicado de Vox culpando al gobierno del reparto de mocos de Ortega Smith es otro bellísimo ejercicio de lógica delirante que ojalá se explicara solo por el febril momento que viven sus redactores.

A las pocas horas la ministra de Igualdad, Irene Montero, presentó la que es hasta la fecha su mejor contribución a la pedagogía de la igualdad y mostró que lo mismo uno puede contagiar a patriotas de pelo en pecho que a feministas de morado por las calles de Madrid. Todos y todas somos iguales ante el coronavirus.

Luego vendrían los cierres de colegios y la caída sin precedentes de las bolsas. Y vimos a miles de imbéciles arramplando lineales de supermercados. Y recreamos cada día, en homenaje a García Márquez, una versión libre de la increíble historia de la cándida Erendira, que ahora cree todos los bulos, y de su abuela desalmada, que los comparte en su grupo de whatsapp.

Finalmente, ante la evidencia de que lo peor está por llegar, los gobiernos vasco y central han declarado los estados de emergencia sanitaria y de alarma que les habilitan a la adopción de medidas de emergencia muy extremas que tal vez no serían todas ellas necesarias si nosotros pudiéramos confiar los unos en los otros, si fuésemos una sociedad de ciudadanos suficientemente maduros y responsables, capaces de convivir en democracia, si siguiéramos las indicaciones de las autoridades sin que nadie se quiera pasar de listo.

Nadie nos está pidiendo que subamos al Gorbea de rodillas, que corramos un maratón descalzos, que ayunemos durante una semana, que nos aprendamos el listín telefónico de memoria, que demostremos la hipótesis de Riemann o que descifremos la misteriosa grafía de alguna lengua muerta del cercano oriente. Se nos piden cosas muy básicas: lavarnos con mucha frecuencia las manos; reducir todo los encuentros que no sean estrictamente necesarios; no acudir a lugares públicos; mantener ciertas distancias de seguridad; no toquetearlo todo; toser contra el pliegue del codo. ¿De verdad no vamos a ser capaces?