El próximo 29 de febrero, Pedro Sánchez Castejón (Madrid, 1972) celebrará otro cumpleaños, como si renacer cada cuatro años en bisiesto determinara el propio destino de los supervivientes. Sánchez, gatuno, ha gastado en política casi todas las vidas, desde que fuera nombrado secretario general, siendo el candidato más conservador frente a la gran promesa del PSOE Eduardo Madina en julio de 2014 y suceder a un peso pesado de la formación como Alfredo Pérez Rubalcaba. Contra todo pronóstico nacía un líder que solo daría tregua al retroceso para coger impulso como demostró tras ganar las primarias con la bendición de la militancia y enfrentarse al todopoderoso aparato liderado por Susana Díaz. Ganar por primera vez en la historia del parlamentarismo español una moción de censura tras una suerte de carambola perfecta y convertirse en presidente del Gobierno con una bancada de 84 escaños acabó de dibujar la enésima vida de un dirigente cuyo principal caudal político ha sido un pódium marcado por la resistencia, la ambición y la osadía.
Licenciado en Ciencias Económicas y Empresariales y con un doctorado que también vivió entre las sombras cuando fue nombrado presidente del gobierno, inició su carrera política como concejal en Madrid para después integrar el grupo parlamentario del PSOE en la Cámara Baja en sustitución de Pedro Solbes. Corría el año 2009, una década después sería el inquilino de Moncloa tras una vida política tan corta como intensa abonada en su etapa de mayor popularidad por una promesa realizada al electorado, la de descabalgar a Rajoy y no facilitar su investidura. Aquel No es no se convirtió en slogan de un líder que llamó indecente al presidente del Gobierno en televisión, coqueteó con Podemos y pactó con Ciudadanos poniendo en marcha todas las fórmulas posibles para echar a Rajoy del Ejecutivo. Ya no era un desconocido y su arrojo iba ganando simpatías en todos los lugares excepto en el seno de su propio partido, dominado por las baronías que siempre le hicieron creer que el secretario general no mandaba, al menos hasta entonces. El aciago Comité Federal de octubre de 2016, el órgano con más músculo que la propia Secretaria general, con Ferraz aquel sábado convertido en polvorín, le dio la puntilla política a un Sánchez que ya había dejado de ser reconocido días antes y que en un alarde temerario dejó que fueran a por él: fue derrotado en la votación para convocar un Congreso Extraordinario por 26 votos. Había perdido por dos veces las elecciones generales y ahora el control de un PSOE en el desguace. Era tiempo de desempleo, ostracismo y militancia de base. “Gracias de corazón”, escribía en su Twitter esa misma noche pero la puñalada en favor del susanismo resultó el carburante perfecto que le haría salir en propulsión a recorrer España para ganarse en todas las comunidades excepto en las de sus contrincantes, Andalucía y Euskadi, los votos de la militancia. Fue la insurrección de un político de saldo, recuperó el liderazgo del partido y hundió al dominante aparato a base de carretera y manta. En su discurso tras conocerse su victoria, como alargando la campaña de náufrago, se comprometió a seguir luchando contra la corrupción del PP. La sentencia de la Gürtel hizo el resto y un año después, en junio de 2018, como una obra de ingeniería fraguada en horas, ganó la histórica moción de censura, desbancó a Rajoy y se dispuso a gobernar España con 84 escaños y apoyos imposibles dibujados como una penitencia en los asientos del independentismo catalán. Después llegaría un gabinete netamente femenino, los ministros estrella y estrellados, los bandazos en política de inmigración, el anuncio de exhumar a Franco, las grabaciones con Villarejo a su ministra de Justicia, los viajes en el Falcon y el marketing presidencial con gafas tintadas. Nacía un precario gobierno de gestos y Sánchez enfilaba su nueva vida, titilaban las campanillas del poder pero pronto se convirtió en el primer secretario general que vería caer en 36 años el poder socialista en la Junta de Andalucía para alumbrar un ejecutivo de derechas apoyado por los nostálgicos de Franco en la región con mayor número de fosas en las cunetas.
Sánchez seguía resistiendo a todo menos a su apetito político que no acababa de saciarse a pesar de las dificultades para reeditar el pacto de la moción de censura y aprobar la ley de presupuestos, la norma medular de cualquier Gobierno. “Llámenme clásico -señaló el día que convocó las elecciones- pero sin presupuestos no se puede gobernar”. El anuncio electoral, bajo la intención de no dar tiempo a sus rivales a atemperarse tras el experimento andaluz, discurrió como otro mitin más, reverberando su ADN político de campaña, esta vez presidencialista y de vuelta. De nuevo en la carretera, Sánchez seguía en la capilla de la que nunca había salido. Hoy encara su enésima vida, marcada por el triunfo por primera vez en las elecciones y reeditando el reflujo político del eterno renacido.