Cuando Franco murió, en aquel 20 de noviembre de 1975, Pedro Sánchez estaría jugando con un triciclo (o algo parecido) porque solo tenía tres años y medio. Pablo Casado ni siquiera era (aún) un proyecto iniciado por sus padres, toda vez que nació casi cinco años después de haber muerto el dictador. Del mismo modo, Albert Rivera nació cuatro años después de tal acontecimiento. Como Pablo Iglesias (Turrión, que no Posse), que nació tres años después del fallecimiento de Franco en su lujoso lecho. Ninguno de los cuatro candidatos que enarbolan sus intenciones de gobernar a más de 45 millones de españoles/as conoció el franquismo, ni lo vivió, de modo que sus palabras no debieran presentarse tan mediatizadas por el franquismo vivido, aunque sí por el franquismo que sus antepasados les narraron y dibujaron. Uno de estos cuatro será el presidente del Gobierno, aunque para ello necesite los apoyos de partidos nacionalistas o regionalistas, y es su condición de haber estado ausentes en el proceso de la Transición en España la única característica que los asemeja entre sí.

Sin embargo, una parte importante de sus discusiones y debates giran en torno a la memoria histórica, basada en un revisionismo procaz y descarado que deja en segundo término los muchos problemas que acucian y preocupan a los ciudadanos. De los cuatro predestinados solo uno de ellos (Pedro Sánchez) se considera adscrito a una ideología llena de compromiso e Historia. Los nuevos tiempos nos han traído apelativos para las formaciones políticas de última aparición que no tienen que ver con lo social, ni constituyen ideologías reales debidamente estructuradas: todos somos “ciudadanos” -aunque seamos de diferentes inclinaciones-, y todos “podemos”, o queremos poder, aunque lo que nos mueva sean impulsos de lo más variopintos. Es por esto que los términos “izquierda” y “derecha”, hasta ahora vigentes, provocan hoy debates tan irracionales como oportunistas.

Poco a poco los líderes que culminaron la Transición que nos dejó en la actual democracia han ido desapareciendo del escenario, por antigüedad o por cansancio. Los nuevos líderes, jóvenes aunque poco armados ideológicamente y muy remisos, entienden la política como un modo de ejercer el poder, mucho más que como una manera de construir una sociedad uniforme: prefieren una sociedad uniformada en la que los grupos políticos obran como bloques de presión. Y es eso lo que ha provocado la constitución de una derecha, monolítica en sus intenciones, que denuesta a quienes ponen al frente de sus ideologías, medidas y proyectos las ideas y los deseos de que los ciudadanos puedan ser más felices.

El proceso electoral no acabará en el día de los votos y las urnas. El papel que han de jugar los partidos más reducidos va a ser crucial, mucho más trascendental del que han tenido hasta ahora. Va a ser una buena oportunidad para racionalizar la acción pública de los líderes políticos, tan neófitos como osados, que deben demostrar que lo que los mueve es la responsabilidad ética, y no el populismo ni las ansias de poder. Deben llegar a comprender que mandar no es lo mismo que gobernar? Y es gobernar lo que tienen que hacer. Para el bien de todos y de todas.