“Ha fallecido Xabier Arzalluz”. Con este texto tan lacónico me ha comunicado la noticia mi amigo Iñaki Anasagasti por medio de su teléfono móvil. Poco después, este diario me ha ofrecido la posibilidad de escribir este “obituario” sobre Xabier, y yo he aceptado a sabiendas de que la vida de Xabier Arzalluz ofrece una oportunidad de oro para desmantelar la vieja y desajustada creencia de que ETA era un producto del nacionalismo que él propugnó. De eso no se trata ahora, sino más bien de loar en la medida que me es posible a este hombre que en sus propias filas se enfrentó a tirios y troyanos, convencido de que su posicionamiento ideológico era el adecuado.
Hubiera sido muy eficaz haber contado, ahora mismo, con un texto que leí hace algún tiempo en que quedaba nítido su convencimiento pacífico frente a quienes acudieron a él, a principios de los años sesenta (en pleno franquismo) para pedirle apoyo y aquiescencia para la creación de ETA como factor liberador de los vascos. Les dijo que “no”, que la violencia y la muerte solamente destruyen. Y supongo que llegado al día de hoy solo cabe alabar su actitud de entonces, a pesar de que en mi mente no pervivan ideas nacionalistas. (Mi padre, nacionalista como él, tampoco consiguió inoculármelas). Hace solo dos años, aún le quedó fortaleza para afirmar: “En 1977 nosotros (PNV) éramos los de siempre, frente a los atentados de ETA y la radicalización? Pero lo que más me ha dolido siempre es ese desprecio de esos que ahora están donde están, sin saber cómo salir del atolladero? Llegaron como héroes a la política vasca y ahora tienen que ver cómo salen de este asunto”.
Es bueno recordar estas palabras, precisamente hoy, cuando la muerte le ha llevado a ese lugar infinito y eterno en que se representa la obra teatral de nuestras vidas. La muerte de Xabier Arzalluz me enfrenta al ejercicio de evaluar la valía, las convicciones, la ideología y el comportamiento de este hombre notable y comprometido. Me ha separado de él la ideología diferente que profeso, pero me acerca a él, a su figura, la autenticidad de nuestros compromisos a favor de la paz y de la convivencia pacífica. Ha sido un pensador impenitente, un político incansable, un artífice de la Democracia en que vivimos. Ha formado parte del ramillete de “clandestinos” que, con gran esfuerzo y escasos beneficios, “derrotaron” a la Dictadura sin derramar sangre ni provocar “ayes” de dolor. Y diré algo más antes de terminar: “Él, como mi padre, tenía el mentón fuerte y pétreo, propio de los convencidos”.
¡Descansa en Paz, Xabier Arzalluz!