El catártico contexto que vive la política española, y en particular la andaluza ha conducido a que con frecuencia se pronuncien y escriban reflexiones acerca de lo que ha venido a calificarse como el oasis vasco, para tratar de referirse al ejercicio de moderación, responsabilidad, sensatez y sentido común que la política (y la sociedad) vasca exhibe frente al escenario convulso y complejo de la política española, marcado por un alarmante auge y ascenso de los populismos de derechas y por un modo de hacer política basada en la exclusión y en la estigmatización del diferente.
El recurso a las continuas ocurrencias (confundiendo notoriedad con liderazgo), o a las reiteradas provocaciones dialécticas, o la suma de exabruptos son inadmisibles vengan de Casado, de Abascal, de Rivera o de Rufián. Toda esa penosa retahíla de discursos populistas no resuelve los problemas; al contrario, los agrava y dificulta su solución. Lo peor, siendo como es una mala praxis política, no es solo la creación de ese clima de hostilidad belicosa sino el hecho de que a sabiendas de que tal modo de hacer política derrumba puentes que tanto ha costado edificar se insista en esa orientación. Es la búsqueda del poder por el poder y todo parece valer, cueste lo que cueste en términos de convivencia democrática.
Recordaba hace unos días el escritor Muñoz Molina que el edificio de la convivencia es más frágil de lo que parece y que cualquier complicidad o jugueteo (como el que estamos presenciando en Andalucía) de baja política con los incendiarios de la revancha (Vox representa el máximo estandarte y exponente de esta perversa corriente) equivale a una capitulación, anticipa la derrota de la convivencia, supone la pérdida de los progresos alcanzados en el ámbito social e implica la renuncia a potenciar el apoyo a grupos humanos marginados y humillados desde siempre (como los inmigrantes), además de frenar el avance hacia la plena igualdad de género.
Todo ello supone en última instancia un deterioro que puede generar incluso la quiebra de la convivencia democrática. Como ciudadanos criticamos con razón la imperfección de nuestra democracia, nos indignamos (seguro que también con motivos justificados), pero como siempre ocurre (y es mejor anticiparnos en nuestra rebelión cívica, más necesaria que nunca, y no llegar hasta ese extremo) tales instituciones democráticas solo despiertan lealtad apasionada cuando se pierden.
Retomando la reflexión inicial, es cierto que en la política vasca no se aprecia esta deriva, pero no podemos caer en la autocomplacencia, no debemos pensar que la mera inercia va a resolver los problemas y sobre todo no debe caerse en el error de pensar que todo nuestro problema político y social se limita a lo vasco, a lo local, a los debates acerca de presupuestos o del nuevo estatus entre otros. No tenemos ni podemos crear un dique de contención ante corrientes globales; tampoco podemos tener capacidad de anticipación ante riesgos derivados de fenómenos que no son solo estatales o europeos sino mundiales.
Cada vez resulta más difícil para el político trabajar con ideas ciertas y aplicables a la vida real, porque la complejidad del contexto dificulta la posibilidad de realizar una prospección anticipatoria de las derivadas finales de una decisión política adoptada. Como señaló M. Ignatieff, el buen juicio en política es distinto del buen juicio en la vida intelectual. El sentido de la realidad es clave en la toma de decisiones políticas. En el mundo académico las ideas falsas no son más que eso, falsas, pero en la vida política pueden arruinar la vida de millones de personas.
Bismarck señaló, y la reflexión mantiene hoy día toda su vigencia, que el juicio en política es la capacidad de oír, antes que nadie, el distante ruido de los cascos del caballo de la historia. Vivimos en tiempos convulsos y complejos en los que centrar el debate, la reflexión y la toma de decisiones solo en clave local (en nuestro caso, atendiendo únicamente a la dimensión vasca) conduce a un reduccionismo tan arriesgado como estéril; hay que superar la visión local, quitarnos las anteojeras de los debates (importantes, sin duda) internos y abrir la mirada, la reflexión y la prospección hacia un mundo tan global como interconectado.
No resulta fácil definir qué tipo de liderazgo se requiere para ser capaces de gobernar y poner orden ante tanta complejidad; la prudencia aconseja un liderazgo compartido, porque como apuntó con acierto Toni Judt, solo de la mano de una ciudadanía tan cívica como responsable y de una política bien articulada será posible generar confianza, cooperación y acción colectiva para el bien común.