catalunya se mueve mucho más de lo que aparenta el inmovilismo dialéctico del monologuista Quim Torra sobre el escenario de un teatro. Como no podía ser de otra manera bajo semejante estado de esquizofrenia compartida, lo hace mediante sacudidas. Son descargas calculadas de imprevisibles consecuencias. Nadie es capaz de interpretar con acierto, aunque sí con fácil maledicencia, el alcance de la sorprendente dimisión del hastiado Xabier Domènech. Mucho menos de la incierta viabilidad de ese anuncio descarado de Ana Pastor sin encomendarse a Pablo Casado para que el alter ego de Carles Puigdemont explique en el mismísimo Congreso cuál es su travesía del desierto hasta la república catalana. Y qué decir de la atronadora descalificación de “estúpidos” que merecen al independentista Joan Tardà esa legión numerosa de enfervorizados soberanistas que pretenden desconectar de España solo a la mitad de los habitantes de su país.
Ahora bien, en medio de un calendario tan tremendista para comprobar la solidez del Gobierno socialista, incluso hay un resquicio para la distensión. Solo así se explicaría la apelación a la “neutralidad” que resume el insípido encuentro entre el ministro Marlaska y Torra. No hubo ningún acuerdo. Solo queda la fotografía de las manos estrechadas y es ahí donde está ahora más que nunca el mensaje de la imagen. La realidad, no obstante, sigue siendo otra y testaruda: mil policías más a Barcelona porque Madrid no se fía de los Mossos.
Nadie ha entendido todavía el 1-O. Es indudable que Tardà ha metido la soga en casa del ahorcado intencionadamente en vísperas del termómetro emocional de la inminente Diada. Supone, desde luego, la respuesta de calado más hiriente a la frentista hoja de ruta del dúo de presidentes de la Generalitat. Al hacerlo, este vehemente diputado de ERC desnuda con la legitimidad propia de su reconocida ideología una intención del sector más radical del independentismo, aunque en su arriesgada por valiente advertencia se ha acompañado de la denuncia propia que utilizaría un unionista. Y eso duele. Domènech, en cambio, se rinde. Uno de los políticos más proclives al entendimiento entre las dos orillas no quiere sufrir por más tiempo los efectos devastadores de la política de bloques, de la sumisión a puntuales personalismos de Ada Colau y a las luchas internas en su casa tras unos resultados mediocres. Se marcha, eso sí, con un portazo demasiado sonoro en el horizonte cercano de unas elecciones. Su renuncia agrieta las expectativas de la popular alcaldesa y, en paralelo, complica a Pablo Iglesias la reparación de las goteras provocadas en Podemos durante su sensible ausencia.
Ana Pastor, sin embargo, se ha hecho un hueco nada florero. Le han bastado 24 horas para no dejar indiferente a nadie. En un alarde de su independencia delante de su presidente y de ese Madrid de los desayunos influyentes, emplazó a Torra a que diga lo que quiera en el Parlamento español. Todavía se escucha el cabreo de Pedro Sánchez por arrebatarle la idea. En compensación inmediata para contener el cabreo de los halcones de su partido por semejante propuesta, infligió al Gobierno socialista como presidenta de la Mesa del Congreso una dolora derrota al impedirle su regate en corto de la senda del déficit.
Mientras, en La Moncloa, siguen viviendo al día su propia realidad entre los lógicos sobresaltos y las rectificaciones acostumbradas.
Cuestiones propias de una política líquida y relativista en tiempos de zozobra. La expresión máxima de un pragmatismo interiorizado como salvoconducto para la supervivencia. Así lo ha decidido el acotado séquito de asesores que aísla al presidente mientras la estructura del partido consolida su fortaleza sobre todo ahora que empieza a alinear las futuras listas electorales.
De momento, es tiempo de alborozo en el sanchismo -el resto, calla- por ese clima de entendimiento entre las dos principales formaciones de izquierda al desbrozar las primeras intenciones de los Presupuestos. Queda mucho partido por jugar, es verdad, pero esta voluntad compartida no es baladí porque extiende esa sensación de búsqueda de acuerdos que persigue el presidente para su perfil. En un ejercicio más de su malabarismo, ha sido capaz de atender las peticiones de Iglesias de más gasto y de subida de impuestos a empresas y fortunas apenas unas horas después de comprometerse con las exigencias de la UE sobre la inevitable contención. Lo que preocupa es Catalunya, estúpido.