En Euskadi conocemos bien la infernal espiral acción-reacción. Con evidentes diferencias -la ausencia de violencia y de la irreparable pérdida de vidas-, Catalunya lleva tiempo instalada en un bucle similar. La política brilla por su ausencia y ha sido sustituida por trasuntos que pretenden ejercer su papel desde perspectivas, intereses, métodos y objetivos que difieren de los de la verdadera política: la convivencia y el bienestar de la ciudadanía.

En estos momentos, la política catalana presenta dos vías absolutamente confrontadas pero que se retroalimentan. Una es la judicialización y la particular gestión que de ella está haciendo el juez del Tribunal Supremo Pablo Llarena. La otra es la actual apuesta -legítima pero arriesgada y ya veremos si eficaz- del independentismo por mantener el pulso con el Estado a través de la internacionalización. Judicialización frente a internacionalización. Dos palabros horrendos.

Ambas vías han cosechado -se mire por donde se mire, unas veces según los intereses propios y en otras, según los ajenos- éxitos notables y fracasos rotundos. Como en prácticamente toda confrontación. Con riesgo de empate infinito y enquistamiento.

El segundo intento de investir a Jordi Sànchez como president ha vuelto a fracasar , como ya había ocurrido antes, por decisión del juez Llarena, que se permite el lujo de impedir la candidatura de un parlamentario electo. ¿Qué había cambiado respecto al primer intento de investir al exlíder de la ANC? Dos cosas, fundamentalmente: el bofetón del tribunal alemán sobre Puigdemont -uno de los grandes éxitos de la internacionalización- y el capón del comité de Derechos Humanos de la ONU, que hace veinte días instó al Estado español a “tomar todas las medidas necesarias para garantizar que Jordi Sànchez pueda ejercer sus derechos políticos” y después admitió a trámite la demanda del president destituido contra la “vulneración” de sus derechos políticos.

Dos resoluciones que no parecen haber inquietado lo más mínimo a Llarena, que hace como que la cosa no va con él y en su último auto -en el que prohíbe la investidura de Sànchez- muestra sus dotes de adivino o augur -quizá quiera inventar la jurismancia- al vaticinar que si el frustrado candidato fuese elegido volvería a delinquir y a “quebrar el orden constitucional”.

Acción-reacción-acción. Y, sin embargo, el independentismo debería buscar una salida lo más urgente posible de este bucle que no lleva a ningún lado que no sea mantener durante más tiempo el 155 y la intervención del autogobierno catalán. Y ahí no puede esperar a la ONU ni a que Llarena afloje en su cruzada o termine condenado por prevaricación. Sería, quizá, una suerte de justicia poética, pero Catalunya necesita otra cosa: realismo y un Govern que recupere el autogobierno.