Superando un clima político anómalo, inédito, con una convocatoria forzosa y forzada de la cita electoral y con un escenario político especialmente polarizado en torno a los dos bloques el pueblo catalán ha vuelto a aportar una muestra más de su compromiso con la democracia logrando un porcentaje histórico de participación que legitima aún más si cabe el resultado de unas urnas llenas de sentimiento, de emociones y de dignidad democrática.
Las elecciones han sido y siguen siendo hoy día el instrumento fundamental (y más igualitario) de autogobierno de una sociedad, incluso cuando como ocurre en Catalunya, ésta se encuentra forzosamente tutelada por el Estado y con sus máximos dirigentes políticos sujetos al vaivén de una deriva judicial penal tan desproporcionada como infundada, al menos en lo que se refiere a los delitos graves de sedición y de rebelión que se les imputa y por los que se les investiga y priva de libertad.
Entre las muchas lecturas que sugiere y suscita esta llamada a las urnas catalanas cabría destacar que ha sido una contienda electoral calificable como “elecciones de reafirmación”. De hecho, el resultado final muestra cómo los vasos comunicantes entre las diferentes formaciones de los dos bloques en presencia han funcionado sin que haya habido fugas o trasvases de votos de uno a otro. Así, Ciudadanos ha ganado su batalla interna electoral en el terreno españolista o unionista y ha crecido a costa del batacazo del PP y del exiguo crecimiento (un escaño) del PSE; Junts per Catalunya ha rentabilizado electoralmente a costa de ERC y de las CUP, cuyo acusado descenso es otra de las llamativas respuestas del pueblo catalán la gestión personalista de Puigdemont en el marco temporal post-155.
C’s ha ganado, sí; pero su victoria entre el plantel de las formaciones políticas concurrentes se visualiza debido a la ausencia de consenso en el bloque soberanista para haber acudido a las urnas bajo una única marca electoral, algo que ha perjudicado sobre todo a ERC porque mostró demasiado pronto su deseo de ocupar el sillón presidencial de la Generalitat y por los más que velados reproches desde sus dirigentes a la estrategia belga de Puigdemont, dos orientaciones preelectorales que les han pasado factura.
Por tanto, formal o nominalmente ha ganado Ciudadanos pero su política de tierra quemada, su frentismo españolista y su retórica unionista ha generado un grado de rechazo tal en el resto de la sociedad catalana que no existe hoy día combinación postelectoral alguna que le permita albergar ni una mínima esperanza de transformar su nominal victoria en escaños y en votos en una vía para gobernar.
Estas catárticas elecciones despejan muchas incógnitas pero abren a su vez otros escenarios de incertidumbre. Por un lado, es cierto que el papel de la CUP, su capacidad de influencia política en el marco del procés queda muy reducido y que por ello el margen de maniobra de las dos fuerzas hegemónicas en el soberanismo catalanista es mayor a la hora de redefinir su estrategia; por otro hay preguntas sin respuesta posible a estas alturas: ¿cómo retomar la situación previa a la aplicación del art.155 que mantiene su vigencia en funciones hasta que el nuevo gobierno tome posesión?; ¿cómo afectará la situación procesal de los líderes independentistas al proceso de conformación del nuevo Govern? No están privados de sus derechos políticos, pero de mantenerse la situación de prisión incondicional (y una vez que ésta se extienda a Carles Puigdemont) la anomalía democrática, la injerencia de la vía penal en la política marcará otro inédito escenario con un futuro Govern catalán cuyo presidente y vicepresidente pueden de facto verse impedidos para poder ejercer sus funciones ejecutivas y representativas.
En su proyección estatal, estas elecciones representan para Rajoy la peor pesadilla posible: por un lado porque la lección de deslegitimación social que recibe su Gobierno ante la deriva inmovilista y represora adoptada es inapelable; por otro, porque C’s aprovecha el viaje para erigirse en fuerza política emergente dentro de la derecha española. Albert Rivera ha leído estas elecciones catalanas en clave estatal y su propuesta de involución en el diseño de distribución territorial del poder político en España y de recentralización cobra fuerza renovada. Su discurso en la noche electoral catalana no dejó lugar a dudas.
¿Por dónde ha de llegar la solución a esta encrucijada catalana? Solo mirando de frente a la realidad catalana es posible frenar este choque: el Gobierno español tiene la clave dejando de un lado su inmoral e interesado inmovilismo, porque retrasar decisiones o adoptarlas solo en clave de advertencia o de represión y sanción bajo el magno imperio de la ley supone de facto desatender el papel fundamental de la política en una vida en sociedad. Al Gobierno español le correspondía dar un paso que abriera la solución y de momento no lo ha dado ni lo ha querido hacer.
El diálogo político es la solución y, sin embargo, siguen emergiendo más amenazas que propuestas de diálogo y el tiempo transcurre entre la política y el Derecho. ¿Ha habido realmente movimientos políticos que hayan intentado encauzar una solución dialogada a este problema, ahora jurídico, pero de origen y base política?
La solución pasa por articular cauces que permitan, con plenas garantías jurídicas y democráticas, previendo pautas de participación y de mayorías claras, contemplar en el ordenamiento jurídico estatal el derecho de una comunidad autónoma a poder consultar a sus ciudadanos (llámese derecho a decidir o de otra forma) sobre su voluntad política de pertenencia a la realidad estatal preexistente (España) o acceder a otro estatus de relación.