Mariano Rajoy sabe que Carles Puigdemont no volverá a presidir la Generalitat. Probablemente, Puigdemont también aunque lo disimule. A semejante conclusión solo pueden llegar ambos porque son conscientes de que la ley dispone con el efecto de las togas de la fuerza decisoria su?ciente para imponerse incluso a la voluntad de las urnas. Así se explicaría que Rajoy, el presidente de Gobierno más repudiado en Catalunya y refractario contumaz al diálogo con el diferente, se permita el lujo de propiciar siquiera la distensión con el futuro Govern porque supone que al otro lado de la mesa nunca se sentará el ganador moral del 21-D.

Puigdemont, ese improvisado sustituto de Artur Mas que desde Bélgica ha liquidado con un inapelable triunfo personalista las marcas del histórico nacionalismo convergente, esperará en vano por cualquier ciudad de Europa. Tiene mucha razón cuando henchido de satisfacción por su éxito contra “la Monarquía del 155”, el líder de Junts per Catalunya alienta a los suyos diciendo con aviesa intención que “España tiene un pollo de cojones” tras el 21-D. Sin embargo, tampoco su suerte judicial es menos complicada.

En realidad, sobre ambos ejes tan dispares pero concomitantes pivotará durante mucho tiempo la política de un Estado ahora mismo aturdido -en especial, el PP- porque mayoritariamente jamás imaginó semejante resultado electoral, excepción hecha del exultante Albert Rivera. Por sus propios errores en un territorio al que nunca ha querido ni sabido entender, el Gobierno ha echado más una palada de tierra a su destino. Sustentado sobre la base del palo y sin zanahoria, Rajoy ha comprometido bajo un diagnóstico erróneo la suerte de su partido, desnortado por la desnudez de su frágil argumentario. Semejante endeblez le compromete al máximo para un futuro inmediato porque alienta las comprensibles expectativas de Ciudadanos, aleja en el tiempo el mínimo guiño del PNV a sus Presupuestos y coloca la suerte judicial del procés bajo la lupa de la Unión Europa. Ni siquiera el puente de plata a Jorge Moragas en la ONU -patética la fecha elegida para el anuncio de un relevo que pidió hace un año- evita el desgaste del presidente aunque cortocircuita la merecida exigencia de responsabilidad de Soraya Sáenz de Santamaria en la pavorosa debacle de los populares.

El fracaso de la vicepresidenta en su estrategia del puente aéreo daría cobertura a una tesina. Rajoy espera que los jueces le despejen el camino y, además, cree que lo pueden hacer a medio plazo. De entrada, encajaría en sus planes que Oriol Junqueras abandonara el 4 de enero su prisión preventiva. El líder de ERC signi?ca para Moncloa el posibilismo de la bilateralidad tras fracasar el intento de unas elecciones convocadas desde el intervencionista artículo 155 para aplacar la euforia independentista y desvitalizar la unilateralidad. Con Junqueras en el Parlament dispuesto a jugar su baza de un soberanismo alejado de la DUI, la apuesta emocional y utópica de Puigdemont perdería el gas su?ciente. Poco tiempo después, la justicia debería resolver la suerte de los diputados prófugos, imprescindible para materializar por la vía presencial la mayoría absoluta de las urnas. Y por el camino, la de Puigdemont, la auténtica patata caliente.

El Gobierno mantiene la teoría de que el expresident es un cobarde, que transita convencido de que su sino durante algunos años se asocia a un díscolo diputado catalán con escaño en Bélgica, rodeado permanentemente de decenas de cámaras y periodistas a quienes surtirá de titulares cada mañana para tensionar al enemigo español. Sería la consecuencia directa de que se habría alcanzado un clima menos hostil para la aceptación por el todo Madrid -medios, empresarios, tertulianos, Gobierno y ahora Ciudadanos- de una Generalitat de amplia base o, siquiera, alejada de reivindicaciones maximalistas. Y alejaría la fatal pesadilla que supondría para la credibilidad democrática de Rajoy esa terrorí?ca imagen de un Puigdemont esposado en su intento rebelde de poner un pie en el Parlament para defender su programa de Gobierno.

Las togas habrían llegado entonces demasiado lejos, pero estarían cumpliendo la ley como dice el latiguillo incansable del presidente. Hasta entonces, lo importante para Rajoy pasa este mediodía por el Bernabéu y el clásico sí que le duele.