Es inquietante comprobar, en relación al proceso independentista de Catalunya, cómo en unos pocos días y hasta en pocas horas cambia la perspectiva de las cosas y quedan alteradas las posiciones a impulsos de la opinión pública, o publicada. El pasado domingo, el 1-O, se produjo una sacudida emocional que inclinó la balanza en favor de la iniciativa de la Generalitat. La feroz carga policial contra la multitud de ciudadanos y ciudadanas sin más defensa que su papeleta de voto, los porrazos, patadas, empujones y pelotazos contra una gente con los brazos en alto, cargaron de razón a quienes pretendieron expresar en las urnas su derecho a decidir sobre su soberanía. Fue tan disparatada esa estrategia violenta, que se desataron las críticas contra el Gobierno de Rajoy al tiempo que se elogiaba el civismo de los partidarios del referéndum. El tremendo error policial llevaba el asunto hacia una peligrosísima derrota del supuesto Estado de Derecho ante la opinión pública y el PP se quedó solo en su empecinamiento, con un vergonzante soporte de Ciudadanos.

Los días siguientes, la euforia de algunos exaltados con sus escraches a los policías hospedados en ciudades catalanas, la firme decisión de seguir adelante expresada por el president Puigdemont y la multitudinaria celebración tras el referéndum, forzó a la Moncloa a enturbiar las expresiones de victoria que colmaban las calles catalanas pasando a la acometida a base de brocha gorda. El número de policías heridos pasó de 14 a 400, se descubrieron de repente amenazas a escolares hijos de unionistas y a periodistas, listas negras, discriminaciones laborales y todo tipo de abusos derivados del procés. La máquina mediática se puso en marcha con una potencia y unanimidad desconocida desde los tiempos de Ibarretxe.

La realidad es que el torrente de arremetidas contra el referéndum y el procés, personificado en Puigdemont, Junqueras y Forcadell, no solamente sofocó la euforia ciudadana de domingo y lunes, despreció la huelga “de país” del martes e implantó la sordera oficial a cuantas declaraciones se hicieron desde las líneas independentistas, sino que de repente los únicos agredidos pasaron a ser los policías y guardias civiles que sacudieron estopa, las únicas escenas publicadas y televisadas hasta la saciedad eran los aplausos a los uniformados, las rojigualdas, el “yo soy españoool” y el “Que viva España” de Manolo Escobar. Sobre los tres dirigentes catalanes, auténticos demonios con cuernos, llovieron toda clase de insultos desde micrófonos, columnas y tertulias.

Cambiado el panorama, entró en juego de nuevo la jauría de tribunales para imputar -o investigar, como se dice ahora- a la cúpula de los Mossos y a los responsables de la Asamblea Nacional Catalana y Òmnium Cultural. Por sedición, o sea, hasta quince años de cárcel. Aprovechando la ola, entró en escena el rey Felipe VI vengándose del abucheo de su aparición en Barcelona tras los atentados, con un discurso de guerra infecto que ni siquiera logró el protocolario apoyo unánime de sus vasallos habituales. Hay que aclarar que está establecido por norma que los discursos del rey, sea el actual o el emérito, pasen por el visto bueno de la Moncloa, y así es más fácil comprobar que lo que dijo Felipe VI -ninguna empatía con los apaleados, ni una alusión al diálogo- fuera un discurso calcado del de Rajoy, su Gobierno y su partido.

Con el aplauso general de los que siempre van a favor de obra, se abrió la veda. Haga lo que haga Puigdemont y diga lo que diga el Parlament, al independentismo catalán le va a caer la del pulpo. Rajoy, su Gobierno, su partido y la práctica totalidad de los medios españoles anuncian y piden más madera. No ceder, no negociar, no mediar, aplicación del artículo 155 de la Constitución y, si no se achantan, todos a la cárcel. ¿Que esto produce el efecto contrario? Pues ya escampará.

Malos tiempos para recuperar el ánimo soberanista, cuando ahora los buenos son los que apalizaron a la gente hace siete días y pueden entrar a sangre y fuego aunque miles de escudos humanos quieran proteger el Parlament para que pueda proclamarse la república de Catalunya. Y ojo, no vayan a ser esta vez los Mossos, acobardados, los desalojadores. Es difícil evitar un punto de melancolía ante tanta prepotencia, tanta difamación, tanta arrogancia, tanto resentimiento, tanta manipulación de la justicia, tanta subordinación mediática, tanta cobardía del capital a la fuga, tanta Europa indiferente. Y añádase melancolía ante una proclamación unilateral de independencia sin efectos legales seguida de una profunda frustración de la ciudadanía catalana tras haberla tocado con la punta de los dedos. O al menos eso se les hizo creer. Pasado el mal trago, a España le ha llegado la hora de la venganza.