Tomemos distancia de las llamas que despide estos días la sucesión de acontecimientos que han prendido la hoguera catalana, las decisiones de la mayoría del Parlament, la respuesta del Estado español, de su Gobierno, de su oposición, de las principales instituciones, Consejo de Estado, Fiscalía, Tribunal Constitucional o monarquía. Tomemos distancia ahora que quema para buscar la chispa, si es que hubo solo una, que provocó este fuego.
Solo acudiendo al origen y, por lo tanto, examinando qué sucedió para que a día de hoy haya una división enorme en el seno de la sociedad catalana, se puede encontrar una solución satisfactoria, que respete los principios democráticos de sociedades abiertas, donde la mayoría decide sin que la minoría se violente, donde es posible ejecutar los mandatos del legislativo sin cortapisas externas.
Si se trata de comprobar cómo y por qué ha transitado buena parte de la sociedad del catalanismo al independentismo, no se puede pasar por alto un hecho que actuó como espoleta: la decisión en junio de 2010 del Tribunal Constitucional de anular parte del nuevo Estatut que había sido aprobado en el Parlament (septiembre de 2005), “cepillado” en el Congreso según gráfica expresión de Alfonso Guerra y que supuso el descuelgue de ERC, y finalmente votado y aprobado en referéndum por la ciudadanía catalana (atención al dato: con un 49% de participación). Es decir, una minoría catalana no aceptó lo que legalmente fue aprobado en referéndum y se apoyó en un órgano jurídico-político, el TC, para hacer cumplir su deseo contra la mayoría.
A partir de ahí, en el transcurso de los últimos siete años y con la superioridad de quien sabe que tiene el árbitro a favor, el Gobierno español (con Zapatero y con Rajoy) se ha dedicado a dar largas y a menospreciar todas las señales que llegaban desde Catalunya. Aún recuerdo cómo gran parte de la prensa editada en Madrid, y por supuesto los medios públicos estatales, se movieron entre el ocultamiento o la mofa abierta tras la enorme manifestación de la Diada de hace cinco años. O no quisieron verlo o estaban seguros de que bastaba con no hacer demasiado caso. Y erraron.
Hemos pasado en estos cinco años de escuchar que el independentismo era un “suflé que bajará” o mandar parar y advertir a más de un millar de cargos públicos catalanes que, recuerdo, no están allí por casualidad sino porque son representantes de millones de catalanes. Si no se comprende que el problema político planteado es enorme, complejo y requiere por lo tanto ser abordado con mecanismos políticos y democráticos, nunca podrá ser solucionado. Así manden sacos llenos de querellas o camiones de tricornios.