El santoral, el ocio obligado del sector primario, las vacaciones escolares y los intereses del sector servicios fecharon la intensidad del calendario festivo entre los meses de junio y septiembre. El verano, ese tiempo interminable de nuestra infancia, ese tiempo fragoroso de nuestra juventud, ese tiempo entre improvisación y provisionalidad, venía salpicado de fiestas populares justificadas por santos y vírgenes. Unas fiestas que en nuestro País Vasco comienzan echando mano de San Luis y San Juan, para desparramarse después de Virgen en Virgen por todo el mapa, pueblo a pueblo y, si me apuran, barrio a barrio. Reconociendo esta dispersión geográfica, y aceptando que para cada uno las mejores fiestas son las de su pueblo, no cabe duda de que en Hegoalde son las cuatro capitales las que cuentan con más derroche para el disfrute y más resonancia mediática. Esas fiestas mayores, que cuentan con santo en Iruñea y con virgen en Gasteiz, nominan por todo lo grande -Aste Nagusia- sus festejos en Donostia y en Bilbo. Cuatro momentos, cuarenta días más o menos, en los que se detiene el tiempo y se abren los chorros del disfrute, la música, el despilfarro y la bulla.

Lo que son las cosas, puede decirse que a día de hoy casi nos estamos acercando a lo que debería esperarse de ese oasis veraniego. A día de hoy, digo, porque los que llevamos a los hombros los quinquenios suficientes como para comparar los tiempos, no podemos olvidar aquellos veranos festivos de hace todavía pocos años. Unos veranos festivos en los que el chupinazo inicial abría al mismo tiempo la posibilidad de un disfrute infinito y la de encontrarte en medio de un decorado imprevisto de porrazos, pelotazos y pedradas. Es lógico que sectores políticos propensos a la agitación aprovechasen las grandes concentraciones observadas y amplificadas por los medios informativos, para incluir en el programa sus propagandas y sus performances, y en ello se esmeraron año tras año y fiesta tras fiesta.

Pero es señal clara de que los tiempos han cambiado entrar a las fiestas mayores sin la congoja de qué vaya a ocurrir, de cuándo estallará la bronca, de dónde refugiarse cuando estalle. No pueden olvidarse los Sanfermines del 78 con la entrada a sangre y fuego de los policías españoles en la plaza de toros de Iruñea con un muerto y 150 heridos a cuenta de una pancarta reivindicando la amnistía. No pueden olvidarse escenarios de abierta hostilidad y altercado callejero en el que cualquier viandante podía encontrarse con el fuego cruzado, incluso con la posibilidad de que fuera fuego amigo. Una dinámica que hizo arrepentirse a numerosos forasteros por haber venido y atemorizó a posibles visitantes.

Claro que los tiempos han cambiado, creo que para bien, arrumbadas soflamas delirantes como la de Jaiak bai, borroka ere bai que convertían en campo de batalla el emplazamiento de las txosnas y la calle Mayor de Donostia a la entrada y salida de la Salve. Claro que los tiempos han cambiado, sin duda que para bien, desde que se decidió ahorrarse el descomunal -y casi siempre desigual- zafarrancho de la guerra de las banderas, que acababa siempre con heridos, detenidos y resentidos. Quienes alentaban a aquella juventud alegre y combativa que daba la cara reivindicativa aun a costa de agriar las fiestas, aun a costa de dar con sus huesos en la cárcel, un día llegaron a la conclusión de que no merecía la pena ni era políticamente rentable un espacio festivo con fondo de botes de humo, cócteles molotov, autobuses urbanos incendiados, carreras, sirenas, pelotazos, porrazos y pánico generalizado entre lugareños y forasteros.

Y alguien mandó a parar. Y las fiestas volvieron a lo que eran antes del añadido borroka ere bai. Habrá, quizá, quien las eche de menos. Pero bien venidas sean las fiestas sin más sobresaltos que los inevitables, en las que uno pueda tomarse su caña sin riesgo de tener que abandonarla a toda prisa para salir corriendo porque la pasma sacude sin preguntar, y porque, despistado, no se había enterado de que ese, precisamente ese, era el momento de la borroka.

Es un inmenso alivio que, a día de hoy, lo más incómodo con lo que uno se puede encontrar en nuestras fiestas mayores es cruzarse con una manifestación reducida y mansa -o participar en ella-, o un multitudinario botellón de adolescentes con sus basuras, sus cogorzas aceleradas y sus meos, o unas txosnas irreverentes y mordaces. Por desgracia, eso sí, hoy y seguramente también ayer, no faltan los sobones, los protomachos abusadores y los sinvergüenzas que se creen que NO es ya veremos. No es poco, no, pero en algo hemos cambiado.