Más de una semana ha transcurrido ya desde el anuncio del pacto histórico logrado entre los gobiernos vasco y central, y todavía pervive la polémica avivada desde formaciones políticas y sindicatos que descalifican y demonizan el pacto por el mero hecho del pacto. Lo que parece disgustar es que la negociación, ese instrumento en que se fundamenta el ejercicio de la política, sea la herramienta y la metodología empleada en lugar de la confrontación por la confrontación.
La apuesta por el diálogo que el lehendakari, Iñigo Urkullu, está trasladando como seña de identidad de su Gobierno y de su manera de entender las relaciones políticas y humanas no es una pose electoral ni una moda. Basta comprobar el clima social y político que se vive en Catalunya para comprobar que esta metodología bilateral, anclada en nuestra mejor tradición foral, es la vía adecuada. Para algunos es una muestra de ingenuidad política, porque nada se obtendrá por esta vía ante la cerrazón estatal. Para otros, en cambio, esta vía aporta estabilidad, permite mirar de frente a tu interlocutor, generar confianza recíproca y acaba dando frutos cuando, como hemos podido de nuevo comprobar, existe una bilateralidad efectiva y garantizada por nuestra singularidad.
Todo el mundo, desde diferentes posicionamientos políticos, alude de forma recurrente a la necesidad de dejar atrás políticas de confrontación, de división y enfrentamiento, y se reitera hasta la extenuación el tópico que ha causado furor en el discurso político: la necesidad de responsabilidad y de altura de miras. ¿En qué debe traducirse esta expresión tan socorrida y que tanto escepticismo despierta ya, por vacua, en gran parte de la ciudadanía vasca si no es precisamente en negociar entre diferentes y llegar a acuerdos?
La credibilidad del acuerdo alcanzado, la trascendencia histórica del pacto reside en que trasciende del contexto diario y convulso de una política demasiadas veces regida por un cortoplacismo y un tacticismo que termina hastiando a los ciudadanos. El principal problema de esta manera de proceder es que impide abordar asuntos que requieren o bien una perspectiva de largo plazo o acuerdos más amplios que los meramente necesarios para conseguir una minoría mínima. Éste es precisamente el principal valor del pacto ahora materializado, que supera la coyuntura de unos presupuestos generales del Estado para proyectar su operatividad sobre un ámbito mucho más amplio y estable, tanto en el tiempo como en las materias que engloba. Los acuerdos, los buenos acuerdos, son deseados y valorados. Y en paralelo una gran mayoría social no entiende los desacuerdos que no se basen en una buena razón argumental.
Una sugerente pedagogía conclusiva puede lograrse razonando a contrario: pensemos en los costes del no acuerdo, en la hipótesis de que se hubiera optado por despreciar la oportunidad histórica de este acuerdo; hubiera sido un ejercicio de irresponsabilidad renunciar al mismo y sacrificar sus potencialidades en el altar de la entronizada confrontación política defendida por parte de quienes identifican pactar con claudicar.