ni con 4.200 millones de euros es capaz Mariano Rajoy de cambiar el rictus del soberanismo catalán. Esta sobreactuación improvisada a partir del catálogo de intenciones que Soraya Sáenz de Santamaría y su mano derecha Enric Millo han ideado se diluye, no obstante, en medio de la ansiedad de un independentismo ilusionado con su referéndum. Más allá de las cifras demoscópicas sobre la voluntad de desengancharse o no de España, al Gobierno central le preocupa sobremanera cómo aplacar esa ilusión social que se ha inoculado exponencialmente sobre el derecho a decidir en Catalunya. La tozuda realidad le viene a demostrar que no es una cuestión de dinero. Sin embargo, el presidente se resiste a asumirlo. Ni en su día consideró prioritario ni mucho menos factible el órdago independentista, ni ahora acierta con el tratamiento al diagnóstico porque, sencillamente, se resiste a entenderlo desde una óptica de interpretación política. Peor aún, tan desbordante generosidad ni siquiera gana votos para la causa de la razón constitucionalista de Estado sino que, paradójicamente, provoca animadversión en muchas comunidades autónomas porque advierten un evidente agravio comparativo en este trato de favor.
Ha bastado que las fuerzas mediáticas dominantes de Catalunya dieran voz estratégicamente a quienes entendían la reciente riada de millones como una consecuencia de la deuda histórica para que el globo del relanzamiento de las infraestructuras perdiera aire. En realidad, así viene ocurriendo desde hace años. El control informativo se desnivela con relativa facilidad hacia el mismo lado configurando una sensación publicada muy desequilibrada que luego no tiene su reflejo en la configuración del Parlament. Ahora mismo parecería que la vida social catalana agota diariamente sus 24 horas gravitando en torno al referéndum y su incierta viabilidad. En cambio, la encuesta más reciente compromete al límite la mayoría soberanista y no da alas a la independencia. Desde luego, esta teórica paridad sociológica no guarda proporción alguna ni siquiera mínimamente con el bombardeo incesante de las apelaciones soberanistas. En semejante coyuntura, los 4.200 millones no removerán conciencia alguna.
Otra cosa bien distinta es imaginarse -hay muchos que directamente lo desean- cómo será el futuro inmediato. Va tomando cuerpo con cierta consistencia la idea de que no habrá referéndum al menos bajo las exigentes coordenadas actuales de Carles Puigdemont. La fría acogida internacional a este desafío en medio de la tormenta del Brexit ha enfriado demasiado los ánimos, sobre todo de quienes racionalmente entienden que no se puede repetir el fiasco del 9-N. ¿Entonces cuál es la salida? Por el horizonte nada lejano asoman elecciones. Y existe una creciente coincidencia en que será la solución más pragmática ante semejante diálogo de sordos para que, al menos, vuelvan a sacarse las urnas. Sin duda es la opción preferida del Gobierno central, incapaz de responder con otras fórmulas más imaginativas a estas alturas de la confrontación la avalancha soberanista que se apodera de sus decisiones. Rajoy apuesta vivamente por estas elecciones autonómicas porque intuye que es imposible seguir por más tiempo con semejante viacrucis. Es ahí cuando suspira por la consumación de estos cuatro trazos gruesos: ruptura de Junts pel Si; victoria sin mayoría de ERC con el descalabro de la opción Mas; gobierno de Oriol Junqueras con el beneplácito de Ada Colau y el PSC; y a partir de ahí una Generalitat mucho más urgida por el derecho social que por la independencia. Así las cosas, el presidente se daría un respiro. Si así fuera bajaría el diapasón soberanista hasta unos niveles capaces de favorecer un debate más serenado sobre la reforma constitucional y hasta de un nuevo Estatut sin cepillado. Todo gracias al pragmatismo de Junqueras, por quien suspira el Gobierno español como alternativa real para entreabrir la puerta al diálogo o, al menos, enfriar la caldera. En realidad, se trataría de seguir transitando por la senda que Soraya Sáenz de Santamaría y el futuro presidente catalán mantienen ahora entre encuentros y confidencias. En esa hipótesis, Junqueras estaría revestido personalmente de la sólida y creíble patente independentista para que nadie viera en él una traición cuando anteponga las exigencias sociales a las identitarias, cuando recurra al pragmatismo para alargar en el tiempo sin riesgo de desgaste político ese referéndum que ya no será tan apremiante. Lo hará posiblemente, pero que nadie lo entienda entonces como una renuncia ni una cesión ante España. Sería una peligrosa confusión? sobre todo para Rajoy.