nadie le quita ojo a Soraya Sáenz de Santamaría. Basta un mínimo gesto suyo en el puente aéreo para que provoque una inmediata interpretación política, cuando no hasta una inquietud. Sobre todo en Carles Puigdemont, cada día más atrapado entre la presión ambiental que le supone la semanal visita de la vicepresidenta para tomar la temperatura en torno al procés y el marcaje de la imprescindible CUP, a quien dedica sobremanera la Cumbre del Referéndum como agradecimiento navideño a su apoyo presupuestario. Catalunya representa una auténtica obsesión desde el rey hacia abajo justo ahora que doblan las hojas del calendario hacia la peliaguda prueba de fuego que encierra 2017. En Madrid, mientras nadie deja de hablar sin concretar nada sobre la reforma constitucional por el miedo escénico que provoca mayoritariamente -y Podemos no es una excepción-, coge cuerpo la idea de que la sangre -el referéndum, vaya- no llegará al río. Entre Soraya y el nuevo partido de Ada Colau puede venir la solución, siquiera la manera de contener la rebelión soberanista catalana.
Rajoy tiene alergia institucional al veredicto popular de una consulta. No es ningún secreto porque cada vez que puede lo recuerda sibilinamente apoyándose en los ensayos con gaseosa de Mateo Renzi o David Cameron, posiblemente dos de los políticos más aciagos y esperpénticos estrategas del siglo XXI. A él no le pillarán los dedos en un referéndum. Pero el presidente español -cada vez más respetado en una Europa prisionera del progresivo desafecto al establishment- sabe que su precariedad parlamentaria le obliga a abrir la mano ante las exigencias de apremiantes reformas a sus contestadas leyes de su reciente época absolutista. Lo hace imbuido de un incipiente espíritu dialogante que empieza a tomar cuerpo ante la inevitable sorpresa del PNV al otro lado del teléfono y del PSOE con constantes negociaciones secretas en las dos Cámaras con portavoces bien diferentes. El PP baja de las alturas y se hace carne. Hay que convenir con urgencia para evitar desengaños de sueños envolventes que Rajoy huirá como gato escaldado del agua hirviendo de cualquier referéndum que asome. Ni en Catalunya ni en la reforma constitucional.
Sáenz de Santamaría opina lo mismo y en la carpeta que le acompaña cada vez que pisa su acondicionado despacho en Barcelona -no es baladí el perfil del nuevo delegado del Gobierno- lleva incorporado el techo negociador. Precisamente de esa voluntad más de acercamiento al diálogo que de resolución debe brotar siquiera una propuesta convincente a la sociedad catalana. Una vía posibilista para que el nacionalismo moderado tenga dónde agarrarse y así ganar tiempo en su propósito de dilatar ese calendario tremendista que marca ERC con el guiño complaciente de los radicales minoritarios antes de que sean extinguidos en las próximas urnas. Ahora bien, que nadie se ilusione con el derecho a decidir porque se antoja tabú ahora, luego y más tarde. De hecho, a modo de distensión acaso sirva de momento para empezar a hablar una revisión semántica del concepto nación y una fórmula más favorable de financiación autonómica.
Mientras, tiempo de tertulias para regenerar el aliento de la reforma constitucional. Rajoy no se dará por aludido porque sabe que por ahí se llega inexorablemente a un referéndum. Además, mientras la política española siga transitando entre marejadas que amenazan inestabilidad, apenas habrá espacio para atender reformas puntuales y relegar a una subcomisión interminable el anhelo de la nueva organización territorial del Estado. Sin asegurarse el brazo firme y comprensivo del PSOE, el PP rehuirá la actualización de la Carta Magna. A semejante estado de solidez interna los socialistas no llegarán como mínimo hasta la celebración de su próximo congreso; incluso, nadie puede garantizar en Ferraz que se consiga habida cuenta de la profundidad de la brecha que les descompone ahora. No obstante, queda espacio y voluntad política articulada desde la oposición para arrastrar al Gobierno hacia el debate de varias reformas de ese ramillete de leyes surgidas al amparo de una aplastante mayoría absoluta que jamás volverá a disfrutar el PP. Será la oportunidad para que el PSOE recupere progresivamente la complicidad con el discurso más social que facilite su rehabilitación frente al maximalismo de un Podemos asaeteado por los primeros síntomas de la lucha de poder interno como cualquier partido de la casta. Y Rajoy, encantado.