mucho se ha escrito ya acerca de las elecciones de EEUU y la catarsis derivada del triunfo de Donald Trump. Si nos atenemos a sus promesas electorales (otra cosa será lo que pueda llevar a cabo, porque la Administración americana tiene poderosos contrapesos frente al poder del presidente), y en relación al comercio internacional, el nuevo mandatario del imperio americano apuesta por el americanismo y no el globalismo para restablecer el sueño americano, una especie de nueva autarquía; y entre sus decisiones en materia de política exterior ha propuesto cancelar los tratados de libre comercio.

Ocurra lo que ocurra, el mundo que nos toca vivir ya no queda regido por las decisiones de los gobiernos de cada Estado, ni siquiera por las del todopoderoso EEUU. Las grandes decisiones estratégicas no se adoptan en el marco de negociaciones estatales sino en la dimensión privada donde los actores del comercio mundial dejan de ser los estados y pasan a ser las empresas, las grandes corporaciones multinacionales. En particular, las multinacionales americanas son líderes mundiales en avidez comercial, en pragmatismo y en su capacidad colonizadora de los mercados en los que penetran.

En este contexto globalizador emerge un campo de análisis en el marco de la política europea e internacional de primer nivel y de enorme incidencia futura: los nuevos Tratados de Libre Comercio que tratan de definir las nuevas reglas de actuación en el comercio internacional, como el ya firmado CETA (Acuerdo de Libre comercio entre Canadá y la UE), o el gran acuerdo de libre comercio impulsado por China (el RCEP), o el hibernado TTIP (Acuerdo Transatlántico sobre libre comercio entre EEUU y Europa) y ahora puede que definitivamente orillado tras el triunfo de Trump, factor clave al que se suma la polémica social surgida en torno a su contenido y la circunstancia adicional, en este caso en Europa, de su potencial incidencia en las elecciones que durante el próximo 2017 tendrán lugar en Francia, Alemania y Holanda.

Una cosa será la política comercial que persiga plantear Trump, pero no debe olvidarse que la verdadera y nueva diplomacia corporativa se enmarca en la creciente consolidación de grandes oligopolios mundiales. Nunca tan pocas compañías habían tenido tanto poder. Es la era de los grandes imperios empresariales. Y es evidente que la concentración de intereses en pocas manos restringe la competencia, y la concentración nos conduce a un capitalismo en su grado más extremo.

La alusión a la globalización adquiere socialmente una fuerte carga emotiva: o se demoniza o se entroniza. Todo ello define una clara tendencia hacia un modelo específico de mundialización caracterizado por la progresiva eliminación de fronteras financieras a través de la progresiva integración de los mercados financieros mundiales. Una economía global o globalización significa, en definitiva, la aceleración e intensificación de la interactividad económica entre las personas, compañías, y gobiernos de distintas naciones.

Y en este contexto la catarsis en las relaciones internacionales llega de la mano de macroacuerdos facilitadores del libre comercio que consolidan de facto la posición de los más fuertes, porque favorecen su implantación en nuevos mercados que dominarán gracias a su pragmatismo comercial y su fortaleza empresarial. Las preguntas que cabe hacerse ante esta nueva realidad de la geopolítica y geoestrategia a nivel mundial son muchas. ¿Tenemos información para formarnos opinión los vascos en torno a la enorme dimensión de este Acuerdo TTIP? ¿Somos conscientes del alcance del mismo? ¿Podemos cegarnos ante la mareante cifra de 119.000 millones de euros que se supone aportaría a la Unión Europea la celebración del acuerdo? ¿Se reforzaría o debilitaría la situación de nuestra empresa vasca, atendiendo a su poder exportador por un lado pero a su reducido tamaño por otro? ¿Conducirá el TTIP a una liberación de servicios públicos que devalúe los derechos de la ciudadanía en ámbitos como la sanidad o la educación? ¿Supondrá una victoria de los mercados sobre los Estados?

Decida lo que decida Trump, y ante las múltiples incógnitas que generan este tipo de tratados internacionales, nuestras instituciones europeas y las internas deberán velar por la garantía de estos derechos ciudadanos. Y la primera medida política ha de ser insistir en obtener toda la información en detalle para poder hacer prospección y analizar sus efectos hacia generaciones futuras. Hay mucho en juego.