Funcionar estando en funciones. Semánticamente parece algo lógico, pero la política no siempre se rige por las convenciones sociales que hacen funcionar al mundo. En España, el Gobierno en funciones es más bien un Gobierno en disfunciones. Se trata de una situación excepcional en la que pocos quieren encontrarse. El periodo en funciones se abre tras la celebración de unas elecciones, y su finalidad es limitar las competencias del Gobierno aún en el cargo para que no tome decisiones de calado que puedan hipotecar al siguiente presidente en el caso de que haya un cambio de color político. Por tanto, se prolonga hasta que pueda nombrarse un nuevo ejecutivo que cuente con los apoyos necesarios. Se extiende por un periodo indefinido en un terreno de juego amurallado por los cuatro lados. La maquinaria del Estado tiene que seguir en marcha sin poder ser engrasada. Desde las elecciones del 20 de diciembre, Mariano Rajoy y su equipo suman el apellido en funciones a la nomenclatura oficial de sus cargos, pero restan algunas de las facultades inherentes a sus carteras.

Las competencias del Ejecutivo en funciones están recogidas de forma específica en el artículo 21 de la Ley del Gobierno. Este precepto establece severas limitaciones y solo encarga “el normal desarrollo del proceso de formación del nuevo Gobierno y el traspaso de poderes al mismo”, lo cual le impide tomar decisiones de calado. La cuestión es que, por el momento, esa cesión de carteras no tiene fecha ni receptores. Mientras continúe este paréntesis, el gabinete de Rajoy solo puede actuar en el “despacho ordinario de los asuntos públicos”.

La norma lo desautoriza para adoptar medidas “salvo casos de urgencia debidamente acreditados o por razones de interés general”. Este punto tan genérico levanta una frontera muy difusa entre lo urgente y lo demorable. Lo que sí se impide específicamente es la aprobación de unos nuevos Presupuestos Generales del Estado, la presentación de proyectos de ley e incluso proponer al rey la disolución de las Cortes, uno de los principales obstáculos con los que cuenta Rajoy si quiere convocar unas terceras elecciones de forma automática sin presentarse a la investidura.

Cuando José María Aznar alcanzó por primera vez la presidencia del Gobierno español, le hicieron falta un total de 62 días para reunir los apoyos suficientes para ser investido. Ahora todos los registros se han pulverizado. España lleva 238 días con un Ejecutivo en funciones. Casi ocho meses en los que la polarización parlamentaria y los vetos cruzados han impedido constituir un nuevo equipo. Pero el verdadero récord lo sigue registrando Bélgica, que tardó 541 días en formar gobierno. Esa situación de incertidumbre amenazaba con hacer tambalear a los mercados y frenar el crecimiento económico del país. Paradójicamente, ocurrió lo contrario. El PIB subió, el desempleo cayó, se redujo el déficit público y aumentó el Salario Mínimo Interprofesional. Y todo ello en un contexto de crisis económica global. El país se convirtió así en un referente positivo de lo que supone contar con un gobierno en funciones casi permanente, aunque las circunstancias en España parecen bastante alejadas de aquel soñado escenario.

El Ejecutivo en funciones del PP ha sufrido varias bajas durante los últimos meses. El primero fue José Manuel Soria, titular de Industria, Energía y Turismo, quien renunció tras aparecer su nombre en los famosos papeles de Panamá. A su marcha se sumó después la ministra de Fomento, Ana Pastor, que tuvo que abandonar al ser elegida presidenta del Congreso. Y, por último, Alfonso Alonso, titular de Sanidad, se despidió para convertirse en el candidato popular a la Lehendakaritza. Sus compañeros de Gobierno han tenido que asumir sus responsabilidades, ya que la ley no permite nombrar sustitutos durante el proceso de interinidad. Rajoy se ve abocado a reorganizar un equipo menguante cuyos integrantes hipotecan su futuro al bloqueo político.

El equipo de Rajoy se ha escudado en su ejercicio en funciones para ausentarse de las sesiones de control que realizan las fuerzas parlamentarias. “No podemos someternos a las iniciativas de control por parte de una Cámara que no ha otorgado su confianza al Gobierno en funciones”, recalcaba el secretario de Estado de Relaciones con las Cortes José Luis Ayllón. La oposición considera que el proceso de interinidad no exime a los titulares del Ejecutivo de comparecer ante el Congreso, pero el plante por su parte ha sido generalizado. Solo tres ministros -Margallo, Montoro y De Guindos- han acudido al menos en una ocasión. La polémica fue aún mayor cuando Rajoy se negó en primera instancia a comparecer para informar sobre el desarrollo del Consejo Europeo celebrado en marzo para tratar la cuestión de los refugiados. Finalmente acudió a regañadientes.

La brevedad de la fallida XI Legislatura no impidió un considerable ritmo de trabajo en las Cortes, que registraron hasta 229 propuestas de las distintas fuerzas parlamentarias. Sin embargo, su temprana disolución provocó que la mayoría de ellas cayeran en saco roto. Un ejemplo de las iniciativas que se aprobaron sin visos de ponerse en marcha fue la ampliación del derecho a voto para los menores de 16 y 17 años, lo cual aumentaría el censo electoral en casi 800.000 personas. La propuesta de ERC generó una gran controversia social durante aquellos días, pero los votos de PSOE, Podemos y los grupos catalanes fueron suficientes para dar luz verde a una iniciativa que estaba destinada al ostracismo antes incluso de su nacimiento.

La situación provisional que supone un Gobierno en funciones no tiene efecto, en cambio, en las retribuciones de los políticos. Tanto los miembros del Ejecutivo como los diputados y los senadores siguen recibiendo religiosamente sus respectivos salarios. En el Congreso, el sueldo medio se sitúa en los 5.630 euros al mes, mientras que en el Senado se alcanzan los 5.930 euros. De hecho, en el intervalo entre las dos legislaturas, los distintos representantes tenían derecho a recibir una compensación por su inactividad incluso sin formar parte de la Diputación Permanente.