Conforme se acerca el 26-J aumentan las dudas sobre la posibilidad de una nueva convocatoria electoral, la tercera en menos de un año. Las encuestas no ofrecen salidas diferentes a las que ya abocaron a unas nuevas elecciones tras el 20-D y la posterior negociación fallida para una investidura. Es cierto que hay un actor diferente tras la unión entre Podemos e IU, pero los bloques siguen dibujando en el horizonte los mismos bloqueos aritméticos que nos condenaron al abismo de unos nuevos comicios en el Estado español. Los partidos mantienen las líneas rojas y los vetos cruzados, lo que dificulta que cualquiera de las alianzas y sumandos posibles alcance la barrera de los 170 escaños que, en segunda votación, posibilitaría una investidura, con la colaboración en forma de abstención como mínimo de algún o algunos partidos. Sería la gran oportunidad y el momento estelar de los partidos nacionalistas vascos y catalanes que harían de la necesidad virtud.
No está el patio como para unas nuevas elecciones. No solo por los más de 130 millones de euros que costaría poner de nuevo las urnas -a lo que habría que sumar lo ya gastado en las elecciones anteriores y en las subvenciones a los partidos por gastos electorales-, sino sobre todo por la inestabilidad interna y exterior que acaerraría una nueva cita electoral. España se convertiría en un actor friki en una Europa que, con permiso del Brexit y del Grexit, le vigila de cerca pese a que el Gobierno presidido por Rajoy se empeña en presentarse como el ejemplo de la resurección económica en los últimos años. No está como para sacar pecho el candidato del PP a la presidencia del Gobierno. Las perspectivas económicas no lo permiten después de que se hayan rebajado las previsiones de crecimiento para los próximos dos años y tras el tirón de orejas de Bruselas emplazando a un ajuste presupuestario, más una multa millonaria.
Ante estos nubarrones, Rajoy despachó ayer la posibilidad de una nueva llamada a las urnas con su habitual modus operandi. Dejar pudrir la situación hasta que se resuelva sola o, si no, que la resuelvan los demás: “Algo tendrán que hacer, no querrán llevarnos a unas terceras elecciones”. No debe de ir con él la cosa. Eso cree o quiere dar a entender, porque, llegado el caso, es difícil pensar que los grandes poderes, entre ellos el Ibex-35, sean clementes con él y se resistan a cortarle la cabeza y colocar a un presidente de excepción para una legislatura corta y de salvación.
Tampoco Pedro Sánchez puede dormir tranquilo por su futuro al frente de su partido. Las encuestas siguen dándole por detrás de Unidos Podemos, lo que le dejaría a los pies de los caballos sobre los que cabalgan los barones socialistas esperando su momento para decapitar al osado y audaz candidato del PSOE. Frente al desánimo, la consigna de su equipo es no hacer caso a las encuestas y apelar al sentimiento socialista. Ha decidido echar el resto para movilizar al votante socialista y al abstencionista. Se le ha visto yendo puerta a puerta buscando votos y ahora va a hacer medio millón de llamadas para reconquistar a su granero electoral, mientras mantiene el enigma sobre con quién va a pactar tras el 26-J.
Y mientras en el resto del Estado español, los cuatro grandes partidos se enzarzan a propósito del vídeo en el que Pedro Sánchez parece limpiarse las manos después de darle la mano a un grupo de inmigrantes para calificar de racista al candidato socialista -cuesta creer que entre los defectos del líder del PSOE figure el del apartheid-, en Euskadi algunos partidos centran el debate en la siderurgia, un ejemplo de eso que se ha venido a llamar agenda vasca, es decir, los problemas reales de la calle.