aún es pronto para calcular las consecuencias que puedan a derivarse de la puesta en libertad de Arnaldo Otegi tras casi siete años de cárcel, o el impacto político de sus primeras comparecencias públicas ya sea a las puertas de la prisión de Logroño, o en la plaza de Elgoibar, o en el velódromo de Anoeta. Lo que sí parece quedar claro es que la izquierda abertzale ha recuperado a su líder, o al menos así hay empeño en presentarlo.
En la figura de Arnaldo Otegi es necesario diferenciar entre la realidad y el mito, para mejor entender su papel en la actual escena política vasca. Examinando con imparcialidad la realidad, hay que reconocer a Otegi un pasado de luces y sombras, entendiendo por luces sus aspectos positivos y por sombras las realidades negativas de las que fue protagonista.
En la cuenta de su realidad positiva está, antes que nada, su tenacidad por mantener la coherencia política a pesar de los años de prisión injusta que ha soportado. A ello hay que sumar la apertura del discurso inflexible tradicional de la izquierda abertzale, transmitido al público con grandes dotes de comunicador. Aportó Otegi en sus últimos años de liderazgo una política avanzada, abierta, cercana, y es de justicia reconocer su gran aportación al cambio hacia la paz como patrón de la arriesgada maniobra que, desde Bateragune, transfirió a la izquierda abertzale civil la vanguardia por una práctica política democrática y sin violencia.
Todo ello constituye una realidad positiva, una verdadera realidad de luces en la figura del líder recién liberado.
Pero en el pasado de Arnaldo hay también un capítulo de sombras, que empañan su innegable aportación en un proceso de paz en el que no es oro todo lo que reluce. Y no voy a referirme a su pasado como militante de ETA que ya pagó con la cárcel y el exilio, sino a sus años de liderazgo en los que ha habido demasiados episodios de docilidad frente a la organización armada, demasiados silencios tras intolerables atentados, penosos capítulos (Lizarra, Loiola?) en los que se arrugó ante la imposición violenta y totalitaria de los milis.
Como sombra también, y en su debe, hay que constatar el excesivo tiempo transcurrido hasta dar el paso definitivo para la paz, las múltiples oportunidades desperdiciadas y los trenes que pasaron sin que él y el sector político que lideraba se subieran y emprendieran viaje.
Lo que antecede, aunque sucintamente, describe la realidad de Arnaldo Otegi como dirigente. Pero es innegable que su figura va adornada de una mitología popular -y mediática- que en lo negativo le identifica con el compendio de todos los horrores terroristas y en lo positivo le equipara a Nelson Mandela.
Por injusta y disparatada hay que descartar la mitología aportada por la caverna ideológica que culpa a Otegi de atentados y crímenes que nunca cometió, que hace de su persona la diana de todas las injurias y de su actual libertad una inmoralidad y una amenaza. Pero hay que hilar fino a la hora de mitificar a Arnaldo como artífice único de la paz. No es justa la caricatura de Otegi y Eguiguren como promotores exclusivos del proceso que acabó con la renuncia definitiva de ETA a la lucha armada. Es leyenda urbana que el final de ETA fuera consecuencia de los encuentros en Txilarre, porque antes y después de ellos hubo infinidad de intentos y acercamientos a diferentes niveles que derivaron en la decisión final.
Al error de la mitificación hay que contraponer la influencia real de Otegi para trasladar a las bases que la situación de la izquierda abertzale era políticamente insostenible, y sus dotes de convicción para que ETA entendiese, por fin, que su actividad armada hacía imposible la evolución positiva de la fuerza política que lideraba.
Arnaldo Otegi emergió como líder cuando en 1997 Garzón envió a la cárcel a la Mesa Nacional, y en ese liderazgo se mantuvo hasta su ingreso en prisión hace seis años y medio. Curiosamente, no ha surgido ningún líder claro durante su reclusión, lo que aumenta sus posibilidades para mantener esa condición y ser presentado como candidato a lehendakari en las próximas elecciones autonómicas.
Pero, por lógico y previsible que parezca, tras seis años y medio pasados en la cárcel esa candidatura puede no ser tan incuestionable. Primero, habrá que ver qué izquierda abertzale se va a encontrar Arnaldo, qué sociedad vasca diferente va a descubrir, qué Arnaldo va a valorar la actual sociedad vasca y qué idea va a tener de él.
Quienes vayan a decidir sobre la candidatura de Arnaldo Otegi como líder histórico para futuro lehendakari, quizá tengan que considerar que, por histórico, ese candidato conecta demasiado con el pasado de la izquierda aberzale, y que es muy posible que no sea esa izquierda abertzale la que hoy quiere la sociedad vasca.