durante la frenética y mediática campaña electoral los principales partidos españoles fueron a piñón fijo con sus mensajes, amplificados hasta el aburrimiento por todos los medios escritos y audiovisuales. Lógicamente, hay que suponer que lo voceado en sus programas electorales era/es lo que iban a defender una vez conocidos los resultados.
En ese sentido, el Partido Popular basó su campaña en tres ejes: ellos como artífices de la recuperación económica y la creación de empleo, únicos avalados por la experiencia para proseguir el camino del progreso económico, máximos exponentes del orden frente al caos de los demás. Puso su máxima alerta en el peligro de una coalición liderada por super rojos y radicales que diera al traste con la recuperación.
El PSOE, por su parte, llamaba al voto útil para una garantía de progreso frente al inmovilismo y la regresión al pasado que ha representado la legislatura del PP. En la distancia corta, arremetió contra la corrupción tirando por elevación hacia el propio candidato Rajoy aunque cerrando los ojos ante sus propias miserias.
A Podemos y a su candidato les hemos visto anunciando el fin de la legislatura de las mentiras, la corrupción y la desigualdad. Contraponían a esta inmundicia el comienzo de la limpieza, la justicia y la igualdad. Se acabaron las puertas giratorias, la perpetuación en el poder de unos pocos y el viejo régimen corrupto.
Albert Rivera y sus Ciudadanos insistieron en un mensaje de renovación y cambio y en un proyecto esperanzador, rescatando para ello el concepto de la ilusión. Ellos, “hombres libres e iguales”, saben lo que es trabajar, ganarse una nómina, con más experiencia que nadie “en lo que importa: el trabajo, la vida y la familia”.
Bien, puesto que se empeñaron y se empeñan en que el futuro es cosa de cuatro, estos han sido los mensajes con los que han machacado nuestras meninges durante las semanas previas al 20-D. Luego llegó el veredicto de las urnas y resultó que los cuatro llegaron, con la lengua fuera, pero sin llegar. Los mensajes tan proclamados no dieron para más y, como no queda otra que pactar para gobernar, comenzaron las berreas de apareamiento.
Y aquí vino el pasmo. De repente, como machos alfa marcando territorio, se han puesto a orinar rayas rojas que nadie se atreva a sobrepasar.
De repente, sin que apenas hubiera sonado esa música durante la campaña, Podemos, una de las novias solicitadas por la izquierda, proclamaba la primera línea roja: que si alguien le pretendía para futuros maridajes de poder debía asumir el derecho a decidir en una España plurinacional.
Como un resorte saltaron los pretendientes. Por la derecha, el PP, Ciudadanos, la caverna mediática y hasta el rey Felipe pregonaron que eso sí que no, que esa era la línea roja que no estaban dispuestos a tolerar. Jamás, por supuesto, iban a traspasarla para acordar nada contra los enemigos de la patria una. Y jamás ningún partido que se considerase digno de ser español debería cruzarla para pactar con los discípulos del de la coleta, anticristo que quiere acabar con la España inmortal.
Por la izquierda, al PSOE se le pusieron los pelos como escarpias ante el riesgo de atravesar la línea roja anunciada de repente por su más natural aliado. Barones, baronesa y viejas glorias jacobinas del socialismo tratan de ponerle firme al pobre Pedro Sánchez para que ni se le ocurra pactar con quien no debe.
Y así, desde que comenzaron las primeras cábalas para la constitución del nuevo Gobierno español, unos y otros blanden esa línea roja de la que nadie habló durante la campaña pero que resulta absolutamente condicionante para evitar cualquier cambio valiente, en profundidad y en progreso. De repente, esa línea roja es determinante, paralizante, amenazante, problema único que requiere el acuerdo unánime de todas las fuerzas políticas que quieren ostentar el orgullo de ser españolas.
A estas alturas resulta que vuelve a estar de moda aquella bravata de José Carlos Sotelo, diputado ultraconservador y belicoso que ante las aspiraciones soberanistas de la periferia proclamó su defensa de una España “antes roja que rota”. Afirmación rotunda para un personaje tan de derechas. Pues bien, ahora vemos que los nuevos líderes españoles, ya sean de derechas, de centro o de izquierdas, prefieren una España “antes corrupta que rota”, “antes injusta que rota”, “antes subdesarrollada que rota”.
Todo, antes de cruzar esa línea roja con la que de repente parecen haber topado, quién sabe si como excusa para que nada cambie.