París - Todavía hay restos humanos de uno de los terroristas suicidas en una pared frente al Estadio de Francia. Y sangre en el suelo, agujeros de bala en un muro y coronas de flores apoyadas en la entrada de una hamburguesería. Con recogimiento, casi en silencio, algunos vecinos se acercan al Estadio de Francia, situado en el municipio parisiense de Saint Denis, el escenario donde empezó la noche más negra de París, en la que el grupo yihadista Estado Islámico (EI) cometió diversos atentados en varios puntos de la ciudad que costaron la vida a 129 personas.

El viernes, tres yihadistas se volaron por los aires a escasos metros del estadio, en donde 80.000 personas veían un partido de fútbol entre Francia y Alemania. La gente -mayoritariamente inmigrantes- de esa localidad humilde de la periferia norte de la capital francesa intenta volver a la normalidad, pero no esconde sus recelos, pues teme que se estigmatice a los magrebíes y que se señale a los cinco millones de musulmanes de Francia como cómplices espirituales de un puñado de asesinos.

“Las primeras víctimas de lo que ha pasado son los musulmanes, o los magrebíes. Se nos va a estigmatizar. No me atrevo a atravesar el periférico (vía que circunvala la capital) para ir a París. La gente me va a mirar raro”, explica Adil, un tunecino de 35 años que vende cortinas en un puesto del mercado dominical de Saint Denis. El tendero ve incluso una mano negra detrás de los ataques, se pregunta quién puede salir ganando con los atentados y se responde a sí mismo: el presidente de Siria, Bachar Al Asad. “Comprendo que la gente tenga miedo. Pero tienen que preguntarse quién ha hecho esto, porque los primeros que pierden son los musulmanes”, dice.

A escasos metros de los puestos ambulantes, el alcalde de Saint Denis, el comunista Didier Paillard, se pasea por el mercado, por el que patrullan varios agentes de policía. Su receta para luchar contra la estigmatización es la convivencia, especialmente en localidades como la suya, donde viven más de 100.000 habitantes de 135 nacionalidades. “Tenemos que estar unidos en torno a los valores de la República. No podemos sucumbir al miedo, hay que superar eso sobre la base del respeto y del trabajo en común. Aquí tenemos la costumbre de tratar los unos con los otros, de construir conjuntamente”, dice.

Se explica muy cerca de la Basílica de Saint Denis, una joya gótica con estatuto de catedral donde están enterrados buena parte de los reyes de Francia y que muy pocos forasteros visitan porque se encuentra en uno de esos municipios que solo salen en televisión cuando se habla de droga, delincuencia o terrorismo. Enfrente, un magrebí de la Cabilia ha pasado a saludar a su primo, el dueño del café Le Khedive. Se llama Cherif, tiene 50 años y todavía le cuesta hablar de los atentados y de sus consecuencias. “Hay costumbre de estigmatizar. Hay que cambiarlo todo, todo, todo. Empezando por la base: la educación”, repite como un mantra, apoyado en una barra de zinc.

Desde el local se tarda unos diez minutos a pie en llegar hasta el Estadio de Francia, hasta donde se han acercado Isabelle, de 35 años, y su hermana Lucy, de 30. Se han criado y viven muy cerca de donde explotaron las bombas y están visiblemente emocionadas. “Me temblaba el pie en el pedal del coche”, dice Isabelle, que le ha explicado a sus hijos lo que ha pasado pero que ha decidido no llevarles hasta las inmediaciones del estadio porque son pequeños.

Preguntadas por las consecuencias que los ataques tendrán para los musulmanes de Francia, afirman sin dudarlo que la sociedad les va a tratar peor que antes. “Desgraciadamente hay gente que va a generalizar. Tenemos amigos musulmanes y lo sentimos por ellos, de corazón”, dicen las hermanas, desconcertadas por todo lo que ha pasado y preguntándose cómo puede un país protegerse cuando algunos de sus propios ciudadanos están dispuestos a inmolarse para generar una masacre.

Saint Denis es un municipio modesto que, poco a poco, intenta reconvertirse. Además del estadio y la zona comercial que lo rodea, hay un área cercana a la estación de tren donde han instalado su sede muchas grandes empresas. En uno de esos edificios ha trabajado durante cinco años Alex Laskibar, un economista español en nómina de la multinacional logística alemana DHL. Rubio, alto, de ojos verdes y piel clara, Laskibar dice que ha “pasado todos los días durante cinco años por la Estación del Norte. No llevaba ni carné de identidad ni pasaporte y nunca me han parado” en los muchos controles de policía que suele haber en esa concurrida estación de tren. “Solo paran a chicos árabes y negros con gorra”, resume Laskibar.