las revelaciones que esta semana hemos conocido a través del Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación sobre la base de la documentación que el informático monegasco Falciani se llevó de su paso por la filial suiza del HSBC tienen evidente relevancia pública y, por eso, aunque a las administraciones no les haya gustado demasiado, la publicación de los nombres de los titulares de las cuentas está más que justificada.
He aquí un ejemplo de hasta qué punto la demanda social de información choca frontalmente con el celo con el que las Haciendas (las de aquí, la de allá y las de más allá) han preservado la identidad de aquellos que cuando la famosa lista llegó a manos de las administraciones tuvieron que “regularizar” su situación fiscal. ¿Por qué pasa esto? Pues supongo que se debe a que el fisco, en general, prefiere cobrar antes que perseguir el delito. Una sanción, habitualmente un recargo de alrededor del 30% sobre lo no declarado, y a otra cosa.
Coincido con lo que el secretario general del Sindicato de Técnicos del Ministerio de Hacienda (inspectores, para entendernos) nos contó en Onda Vasca. Hablaba del caso español, más complicado que el vasco por el tamaño y por lo tanto el volumen de investigación, pero creo que aplicable también a las haciendas vascas. Decía Mollinedo que una buena investigación tributaria previa a eso que se llama “regulación” a través de una declaración complementaria o, directamente por mecanismos expresos de amnistías fiscales, puede contribuir al doble efecto que debe perseguir la administración: sancionar por vía penal (con el efecto que eso pueda tener sobre otros tentados al fraude) y recuperar al mismo tiempo el valor de lo defraudado al fisco. Y ahí topamos con la confidencialidad. Que, siendo una herramienta muy útil y, además, respetuosa con la presunción de inocencia, puede convertirse en un coladero por causas varias. Esta semana han pasado varias cosas cuando menos sorprendentes. El ministro de Hacienda español ha vuelto a ir de matón, señalando directamente a quien debería ser investigado por los inspectores. Pero como es el ministro con su chulería el que se va de la boca, esa investigación queda abortada. Este es el peor ejemplo de cómo la falta de discreción da al traste con lo que debía ser interés general. Y Montoro lo hace de manera habitual para su propio interés político.
Pero, ¿qué pasó cuando la lista circuló en las haciendas hace cinco años? Pues que no se abrieron investigaciones que fueran más allá de instar a los defraudadores a que pagaran lo que no declararon con su correspondiente recargo. A partir de ahí, quienes no aparecían pero sintieron que podían ser los siguientes se apresuraron a declarar “motu propio”. Eso les garantizó no estar expuestos públicamente, otra vez la confidencialidad, y seguir figurando como ciudadanos hasta ejemplares en sus entornos sociales y laborales.
Para esos casos es para los que los técnicos de Hacienda prefieren vía libre para investigar primero la trama que les ha permitido esa ocultación al fisco: testaferros, sociedades pantalla, banca cómplice, etc. Si eso no ocurre, si las investigaciones son abortadas a través del pronto pago, los ricos que esconden dinero no tendrán problema para seguir haciéndolo. Hagamos un ejercicio de sinceridad alejado de la hipocresía: ¿No estarían ustedes encantados de figurar en esa lista Falciani si saben que al ser cazados pueden irse de rositas pagando algo más de lo que deberían de haber declarado?
Por eso, los periodistas consorciados están haciendo un servicio a la sociedad al que las administraciones parecen más remisas. Nadie entiende que una multa de tráfico aparezca en un boletín oficial y el fraude al fisco tenga esta cláusula que está pensada para proteger a los ricos frente a los asalariados controlados por Hacienda hasta en su último céntimo. No, mientras eso siga siendo así, Hacienda no es igual con todos.