el Berlín de 1988, en la deliciosa versión “autoirónica” que nos regaló Txema Montero en la edición de DNA del miércoles, se parece muy poco a la actual. Afortunadamente. Los rastros del terrorífico régimen nazi y del no menos opresor de la Stasi, la temible red de seguridad del Estado de la RDA están hoy confinados en museos y visibles en las calles. Aunque hay más: el esfuerzo de recordar para no repetir volcado especialmente en los más jóvenes.
Berlín debería ser una visita obligatoria para todos aquellos interesados en cómo elaborar la memoria histórica para tratar de evitar que se repitan aquellas atrocidades. Pero para eso, hay que tener voluntad de hacerlo. De asumir que la educación, y no es infalible como demuestra el actual desconcierto político, contribuye a entender racionalmente lo que pasó y a partir de ese conocimiento vacunar a la sociedad ante estos desastres sociales.
Pasear por Berlín es pasear por las amenazas que se nos ciernen. El racismo en forma en memoriales solemnes junto a la puerta de Brandemburgo, pero también de placas individuales, discretas, a las puertas de viviendas de judíos que fueron deportados primero y exterminados después en la red de campos nazis.
Más recogido, con sonido de chelo de fondo, un estanque tranquilo recuerda a los gitanos muy cerca del Bundestag. Y apenas unos cientos de metros más allá, lo que hoy es admitido y antes costó la vida: homosexuales besándose en un video grabado en el Tiegarten, el principal parque de la ciudad. O la persecución religiosa, especialmente cruel con los testigos de Jehová, o católicos comprometidos y luteranos (eso era lo peor por su mayoritaria presencia social) que alzaron la voz contra el terror. Mención especial para Martin Niemoller, pastor luterano y antinazi autor de los versos que erróneamente se suelen atribuir a Bertolt Brecht y que hablan de la pasividad ante las persecuciones hasta que vienen a por uno y ya no queda nadie para defenderte.
Hoy, la amenaza persiste. Pero esta verdad de monolitos, aguas, sonidos y besos nos ayuda a estar alertas.
La sencillez de las exposiciones, más orientadas hacia la didáctica que hacia la estética rompedora, permite hacerse una idea rápida pero muy sentida del dolor que se ha vivido en esa ciudad durante el pasado siglo. Imaginemos un caso que podría ser real: varón nacido en Berlin en 1900 que es alistado forzosamente en plena pubertad para vivir como soldado la Gran Guerra (no se le llamó la Primera Guerra Mundial hasta que llegó la segunda); perdida la contienda vive traumatizado las penurias de la república de Wheimar y asiste con miedo a la victoria del nazismo; la mala suerte quiere que se apellide Haussman; con 36 años su negocio es saqueado la noche de los cristales rotos; le deportan a Sachsenhausen, un campo de concentración cercano a Berlín. De allí al campo de exterminio de Auschwitz cuando el régimen nazi decide aplicar “la solución final”. Sobrevive porque el ejército soviético llega a tiempo. Se recupera para volver a su Berlín natal, ciudad destrozada de posguerra. Y le toca vivir otro terror: el estalinismo en versión de la RDA. Más persecución, la delación como soporte del régimen, el muro y la ruptura forzadfa con vecinos y familiares? si vivió hasta noviembre de 1989, le quedaba poca esperanza de vida para disfrutar.
Hay rostros en Berlín de personas mayores que lo dicen casi todo, que esconden éstas y otras historias que son transmitidas a las generaciones venideras. Todos los escolares de 13 años están obligados a visitar, una vez al menos, un campo de concentración. Decenas de grupos de escolares visitan la Topografía del Terror (un análisis del nazismo y la pasividad o complicidad de la sociedad alemana de la época) el Palacio de las Lágrimas (exposición permanente en la estación de tren de Friedrichstrasse, donde la Stassi y la policía aduanera cribaba arbitrariamente quién podía cruzar o no el muro; las lágrimas que se derramaron dan nombre al edificio), el centro de documentación sobre el muro en BVernauer Strasse, etc.
Cuando escucho hablar de memoria histórica y de si eso supone reabrir heridas (como dice con frecuencia el PP) o cerrarlas (como defiende por ejemplo Mayor Zaragoza) me acuerdo de Berlín y de cómo trata esta cuestión. Toda una lección.