No me hago cruces, la verdad. No me siento capaz de mostrar una sincera decepción por el contenido del discurso del nuevo rey español porque carecía de la menor expectativa. A lo largo de los años hemos tenido ocasión de tomarle la medida a la profundidad del análisis y la capacidad de iniciativa y espíritu transformador que puede atesorar la epístola del monarca a su Corte y, la verdad, no recuerdo ningún discurso que le descosiera una costura al gobierno de turno. Así que, pretender ahora que Felipe de Borbón y Grecia -nótese el sarcasmo onomástico que le acompaña, con lo que ha llovido y lo que llueve en la república helena- fuera a tomar por los cuernos -con perdón- los grandes debates territoriales, administrativos, económicos o sociales que castigan al Reino-Estado habría sido dejar con los cuartos traseros a barlovento a Mariano Rajoy y a todo el espíritu mediático-opinante campeador en la Villa y Corte. Perdón, pero no le supongo tanto arrojo.

Así que Felipe se ocupó, en primer lugar, de lo suyo. Bonito gesto el de agradecer a su madre el medio siglo de matrimonio y los 39 años de reina. Según cuenta hasta la saciedad la prensa de medio mundo -la rosa y la de cualquier color- ninguna de ambas funciones ha sido fácil de llevar en la compañía que le ha tocado. De bien nacido es ser agradecido porque madre no hay más que una y a Letizia la encontró en la calle. Luego ya fue a la tajada, defendiendo su puesto de trabajo, y esgrimió para ello el contrato indefinido constitucional y la función de símbolo de la unidad que firmó hace 35 años largos la Corona. Es de comprender, con los tiempos que corren, que fuera su prioridad. Al fin y al cabo su empresa, la Casa Real, viene de aplicar un ERE que ha dejado fuera de amparo a sus hermanas y sobrinos. Y, para remarcar aún más que está comprometido con su empleo, acudió al Congreso vestido con la ropa de trabajo. De uniforme, como corresponde cuando uno quiere recordar que el mejor activo de su currículo es la Capitanía General de las Fuerzas Armadas.

Cuando Felipe habló de su trabajo y el papel de la Corona, lo hizo con palabras solemnes, de honestidad y transparencia. Para poder sostenerlas sin rubor ha tenido que borrar de toda la ceremonia a su hermana Cristina. "Quiero transmitiros como rey de España (?) la seguridad de que asumo las exigencias de ejemplaridad y transparencia que hoy reclama la sociedad". Suena bien, pero les he hecho trampa. La cita no es del discurso del jueves, sino del de la última Navidad de Juan Carlos. El regate me sirve para abrir la sucesión de territorios comunes en los que se desenvolvió el resto de la intervención. De todo lo dicho a continuación, quizá lo más contrastable fue su preocupación por el medio ambiente a juzgar por las obviedades que recicló de discursos de su padre. Si seguían en uso, debió pensar, no hay por qué renovar el armario de los mensajes. Debe haber sido parte de la estrategia de austeridad que dicen que ha rodeado a todo el proceso, en el que, por ejemplo, las banderas rojigualdas que se veían en manos de los entusiastas las pusieron el Ayuntamiento de Madrid, la revista Hola! y el monárquico diario madrileño del grupo vasco Vocento, ABC. Evito reproducir la comparación de cada apartado con citas textuales pero créanme cuando les digo que las alusiones a la diversidad, la riqueza cultural, la gran nación en la unidad, la solidaridad, la preocupación por las víctimas de la crisis y hasta la España "en la que cabemos todos" que parece haber hecho fortuna en algunas portadas, es material precocinado, servido y devuelto al anterior cocinero.

El compromiso de Felipe de modernizar, "evolucionar y adaptarse a la realidad" empezará quizá el próximo lunes porque tampoco lo captaron los comentaristas en directo. Uno muy veterano del programa de La 1 de TVE, por poner el caso, resumió su impresión del discurso comenzando por indicar que "los nacionalistas no cambian", en alusión a la actitud de Urkullu y Mas. El jueves era día de aplaudir obviedades, de poner cara de novedad, por lo visto, y ocultar precisamente esa realidad a la que el nuevo rey dice estar dispuesto a adaptarse y a adaptar a otros. Era día de hacer la ola a "el mejor rey que se puede tener", en palabras de Arantza Quiroga. Matiz: el mejor, no; el único. Son las cosas del derecho de sangre, que tiene esos caprichos, y la prioridad dinástica masculina, que en cuatro décadas de asentada democracia el bipartido PP-PSOE solo se ha planteado cambiar en vista de que la siguiente generación real parece tener cerrado ese grifo.

Y, en el fondo, conste que no me pareció ni medio mal que el nuevo rey español se pusiera deberes a sí y a otros en materia de reconocimiento de la diversidad y aggiornamento del Estado si están dispuestos todos ellos a ser consecuentes. Pero la ausencia de alusiones explícitas al problema de cohesión que arrastran y el reconocimiento de las naciones que conforman hoy el Estado no la compensan un moltes gracies de corrido ni un eskerrik asko trompicado. Son palabras disparadas sin apuntar, gastadas sin convicción. Pólvora del rey. O sea, suya.

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