desde muy diversos espacios ideológicos, pero con una inquietante unanimidad, se ha percibido una sensación penosa provocada por la fotografía de los presos excarcelados tras la derogación de la doctrina Parot en su comparecencia de Durango el pasado 4 de enero. Es la foto de unas decenas de personas, hombres y mujeres, ya mayores, que se han pasado media vida en la cárcel sin que la mayor parte de la sociedad vasca les echase en falta. Lamentablemente es la foto de un fracaso, y con esa percepción quedaron quienes no pusieron ninguna atención en el mensaje transmitido por Kubati, una ciudadanía que no acaba de entender el lenguaje críptico utilizado por el veteranísimo militante. Decir, como dijo, que "asumimos las consecuencias del conflicto político, igual que hemos sido testigos y sujetos de la lucha", o rizando el rizo, "hemos sido receptores directos del sufrimiento padecido y generado y así lo reconocemos", es discurso ambiguo que no deja claro si los más que maduros comparecientes en el Antzokia estaban reconociendo el daño causado o reivindicando el daño padecido. Muchos han interpretado la foto de Durango como la foto de una derrota, representada en este caso por unas personas de edad avanzada que han vuelto a la realidad y cuyo encaje en la sociedad vasca actual va a ser complicado.
El documento interno de ETA confiscado en la redada policial a los interlocutores del EPPK y filtrado interesadamente a los medios elegidos debería al menos despejar todas las dudas. ETA no tiene ninguna intención de retomar las armas, y así lo mantiene el 80% de su militancia frente al 4% que se opone. Es un dato curioso, absolutamente inhabitual en la organización armada, muy poco dada a desvelar detalles de sus debates internos. Supongo que sería osado concretar de cuántos elementos constan ese 80% y ese 4% (el resto, al parecer, se abstendría), pero tal como vienen siendo sistemáticamente detenidos y controlados, tal como viene imponiéndose el criterio de Sortu entendido como el de la izquierda abertzale civil, la conclusión más razonable es que la actual fotografía de ETA podría superponerse a la de Durango. Es decir, un reconocimiento público aunque involuntario del descalabro, del final de un sueño malogrado. No pudo ser.
Independientemente de lo que esta situación de derrota pueda aportar de alivio, independientemente de que en su inmensa mayoría la sociedad vasca da ya a ETA por amortizada y la pesadilla por finalizada, no es posible asistir con indiferencia a este final complicado de cuarenta años de estrategia político militar que ha ocupado durante tanto tiempo el centro de nuestras preocupaciones. Tan insensato es pretender todavía que ETA y el Gobierno español acaben negociando temas políticos, como reclamar vociferando eso de "¡que se disuelvan de una vez!". No es posible ya aquel final, soñado por algunos visionarios, de la negociación en torno a una mesa entre delegados gubernamentales y dirigentes etarras. No es posible, aunque históricamente de alguna manera se haya representado algo parecido más por intereses electorales que por convicciones políticas. Está claro que, para que el final definitivo de esta infeliz aventura, Madrid ha decidido no mover un dedo. Por más que se le ha instado desde muy diversos ámbitos políticos y desde prestigiosos agentes internacionales, Mariano Rajoy no está dispuesto a contribuir al final ordenado de una organización en clara retirada. No está dispuesto a actuar como parte refrendataria en la entrega de las armas, ni está dispuesto a aceptar la representación competente para su disolución. "¡Que se disuelvan de una vez!", ¿ante quién?, ¿en qué condiciones?, ¿con qué garantías?
La proclama incendiaria que exige vencedores y vencidos, la presión vengativa de la extrema derecha, algunos influyentes colectivos de víctimas y la caverna mediática han colocado a ETA en el complicado trance de poner fin definitivamente a sus cincuenta años de existencia como organización armada. Ponerles fin sin haber conseguido ninguna de las reivindicaciones que dieron sentido a su presencia durante tres generaciones. Ni la independencia, ni el socialismo, ni la reunificación, ni el resto de demandas accesorias por las que tanto se ha luchado, tanto se ha sufrido, tanto se ha temido, han podido presentarse como conquista. En este paréntesis penoso de nuestra historia, por no sumirnos en la melancolía de contar muertos, detenidos, secuestrados, torturados, chantajeados, amenazados, se ha puesto el foco de lo peor de la condición humana y, para nuestra desgracia, los poderes del Estado no están dispuestos a retirar el foco.
No va a ser fácil, ni mucho menos, que ETA haga en solitario el recorrido hacia ese momento en el que el último militante se ocupe de apagar la luz. De hecho, se constata que los pasos son unilaterales pero lentos, exasperantemente lentos, porque es muy complicado rendirse ante un enemigo fantasma y sin poder explicarse convincentemente ante una sociedad vasca cada vez más perpleja. No va a ser fácil acabar, sin ninguna respuesta por la otra parte (el Estado) que, no nos engañemos, va a rentabilizar la supuesta amenaza de ETA hasta la extenuación, va a añadir nuevas exigencias, nuevas condiciones a los vencidos: desarme, disolución, petición de perdón, pública humillación y penitencia en plaza pública. Como una nueva Inquisición.