Ahora que nos disponemos a arrancar la última hoja del calendario y estrenar el del próximo año, parece que el Gobierno español se empeña en desempolvar aquellos rancios almanaques de épocas que creíamos felizmente superadas. El anuncio de la reforma de la ley del aborto, que ha sido bautizada como Ley Orgánica de Protección de la Vida del Concebido y de los Derechos de la Mujer Embarazada, nos brinda esa imagen del ministro Gallardón sacando de su cajón un calendario de varias décadas atrás. Este ley, al igual que, por ejemplo, la de la neofranquista reforma educativa de Wert y que con toda seguridad acabarán su efímera existencia en el momento en que el Partido Popular pierda su mayoría absoluta, no pretende dar respuesta a un problema real de la sociedad española, ni a la demanda de su ciudadanía.

Tan solo pretende contentar a una gran parte de la clientela política de la derecha española, marcada por una visión integrista y trasnochada de la moral ultracatólica. A aquellos que anunciaban el fin del mundo con la entrada en vigor de la actual ley y que, sin embargo, han contemplado cómo el número de abortos practicados desciende año tras año a la vez que aumentan las condiciones de seguridad y salud de las mujeres embarazadas.

La involución anunciada por Gallardón, que no ha suscitado ningún apoyo en el amplio espectro de la política española y que en el entorno europeo ha sido recibida con estupefacción, tan solo ha conseguido el aplauso del ultraderechista francés Jean-Marie Le Pen, lo que no deja lugar a dudas sobre el sesgo ideológico con el que la reforma ha sido planteada. Gallardón sabe perfectamente que su reforma supondrá una vuelta a los riesgos de la clandestinidad para todas aquellas mujeres sin posibilidades económicas de viajar a otro país europeo para la interrupción del embarazo. Pero por encima de la salud de las mujeres prioriza el ganarse para su futuro político el favor del ala más integrista de su electorado, para el que tradicionalmente había sido considerado demasiado liberal. Para ese viaje, exclusivamente, es para lo que necesitaba Gallardón las alforjas de la reforma de la ley del aborto.

En el otro extremo de nuestra realidad política, también hay quien aboga por una vuelta a su fracasado pasado. Los sucesos de Barakaldo, Sestao, Portugalete, Santutxu o el Casco Viejo así lo demuestran. Algunos inadaptados a los nuevos tiempos y estrategias de la izquierda abertzale añoran su capacidad de causar daños en los bienes públicos y terror en la calle. Debe ser difícil para alguien acostumbrado a decidir qué autobús llega a su destino y cuál acaba quemado, tener que dedicarse a la política como todo hijo de vecino. Aunque su dirección política atribuye los hechos a infiltrados, lo cierto es que basta un vistazo a foros, redes sociales y blogs para comprobar que la violencia verbal y el odio hacia quien piensa diferente, así como el apoyo a los actos de violencia callejera no han desaparecido por parte de esos inadaptados.

En lo que sí tiene razón la dirección de la izquierda abertzale es que esas actuaciones benefician los intereses españoles y perjudican a los aber-tzales. Pero eso no ocurre solo ahora, también sucedía hace cinco, diez o veinte años cuando sus análisis eran otros. Como en todos los procesos de evolución, también en la evolución humana hubo un período en el que los hombres de Cro-Magnon tuvieron que convivir con los Neandertales, pero bien harían en sujetar a sus perros de manera eficiente.