eSTA crisis, la más grave de la historia reciente, ha derribado muchos conceptos poniendo en cuestión principios que creíamos asentados en nuestra sociedad y resucitando dilemas de alcance histórico. Y una víctima de la crisis será el actual Estado-bienestar, cuyos límites están asomando claramente en estos escenarios de restricción fiscal. Para salir de esta crisis, la receta es clara: o nos integramos más y mejor, o nos desintegramos como proyecto europeo e iniciamos una dramática carrera de las diversas economías estatales marcada por el lema de sálvese quien pueda.
Los ciudadanos europeos nos debatimos entre la desafección y el malestar ante la forma de comportarse y de reaccionar frente a la crisis desde las instituciones europeas. No estamos en contra del proyecto europeo, sino de su actual rumbo. Es preciso reconstituir políticamente Europa. Hay que apostar por un liderazgo inequívocamente fuerte para reorientar bien la empresa común que representa Europa.
Suele afirmarse que Europa tiene problemas de comunicación. El mismo Jacques Delors calificó al proyecto europeo como un "objeto político no identificado". No debe sorprendernos demasiado comprobar que la percepción de la opinión pública es borrosa y confusa. Y ese déficit de imagen y de apoyo social no reside en una mera falta de comunicación que se pueda resolver sin más con una mejor campaña de marketing. Es una falta de comprensión y de convicción (entre sus ciudadanos y sus gobernantes) acerca de la originalidad, significación y complejidad de la construcción europea.
Así se explican los miedos de los ciudadanos y las escasas ambiciones de buena parte de sus dirigentes. Y así pasa con frecuencia que unos países parecen muy europeístas porque en el fondo aprecian las subvenciones que han recibido, mientras que otros ven en Europa una amenaza y dejan de percibir la oportunidad que representa. Unos y otros tienen una percepción equivocada de lo que Europa representa y, mientras no se disuelva ese equívoco, la adhesión al proyecto político de la UE seguirá siendo débil o superficial.
No se puede avanzar en la integración política si no abordamos abiertamente la cuestión de la naturaleza de Europa, si escamoteamos las preguntas de fondo acerca de lo que es y puede llegar a ser. Comprender Europa es el primer paso para conferirle un sentido e imprimirle una dirección, para indicar a la ciudadanía el camino a seguir.
Europa vive ahora en un ambiente de desencanto y desorientación. Esta crisis ha destruido muchas ilusiones sobre la solidez de su economía, incluso de su sistema monetario, como también sobre el papel que la Unión podría desempeñar en el escenario mundial.
El mercado único, la unión política y monetaria debe serlo a las duras y a las maduras. No vale prevalerse, aprovecharse del mercado interior de la UE para favorecer tus exportaciones intracomunitarias (Alemania se sale en ese ranking de aprovechamiento o beneficios derivados del mercado de los 28 Estados) y mirar para otro lado cuando viene mal dadas. Porque el fracaso de tus socios (a los que Alemania mira en realidad como competidores) es tu propio fracaso. Solo cuando seamos conscientes de ello iniciaremos, juntos, el inicio del final de esta dura meseta que representa esta crisis sin precedentes.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Qué hemos hecho mal para que Europa, que no ha provocado la crisis, la esté sufriendo más que nadie? La crisis griega es el síntoma de un mal más profundo: el de las contradicciones de la construcción europea y el resultado acumulado de los siguientes desequilibrios: unas políticas fiscalmente insostenibles en algunos países, retrasos en el saneamiento del sistema financiero, falta de disciplina y flexibilidad necesarias para el buen funcionamiento de la unión monetaria y una gobernanza deficiente de la zona del euro.
La crisis proporciona dos lecciones importantes: por un lado, se han evidenciado carencias institucionales graves en la gestión política de la crisis; por otro, la necesidad de saneamiento del sector financiero que devuelva la confianza al mismo y la normalización del flujo del crédito. Los gobiernos fueron, en su momento, la solución a la crisis; ahora se han convertido en el problema, y no solo por el incremento inevitable de la deuda pública asociado a los estímulos fiscales y a la caída de la recaudación, sino que la propia gestión de la crisis ha desvelado importantes fallos de coordinación en la gobernanza europea. La gestión política de la crisis demuestra que los Gobiernos no han estado a la altura requerida. Europa se encuentra ante su propio dilema: integrarse o desintegrarse. Hoy el escenario más probable para Europa es un horizonte largo de deflación a la japonesa con una actividad económica insuficiente para crear empleo. La vía de salida escogida conlleva un peligro cierto de que la secuencia crisis financiera-crisis real-crisis fiscal acabe prolongándose en una crisis social de consecuencias imprevisibles.