dURANTE siglos, la falange hoplita fue la formación clásica que dio la superioridad en los campos de batalla de la cuenca del Mediterráneo clásico. Como todo lo que en un momento fue sinónimo de civilización europea, el invento fue griego. El sistema era sencillo: una formación cerrada en la que, hombro con hombro, un muro humano acorazado de escudos y lanzas confrontaba contra el enemigo en un frente de tamaño variable y varias filas de profundidad.
La falange la formaban los hoplitas, milicia de ciudadanos-soldado de las ciudades griegas que se mantenían a sí mismos, pagaban su equipamiento y creaban vínculos de camaradería tan densos como el frente impenetrable que formaban sus cuerpos forrados de bronce. Si a estas alturas alguien se pregunta aún de qué va esto hoy, lo aclaro: va de muros populares.
Las dos experiencias organizadas por la izquierda abertzale en las últimas semanas han proporcionado la foto de una protesta eminentemente pacífica contra una decisión judicial. Han proporcionado también la constatación de que la Ertzaintza tiene definido un protocolo de actuación con el que gestionar y diluir de un modo controlado esa falange inmóvil. Sin embargo, el caso más reciente, el de la detención de Urtza Alkorta en Ondarroa, deja un regusto amargo añadido al que cabe comprender en el entorno familiar y social de una persona encarcelada, con independencia de los motivos de esta decisión.
A quienes lideran las evoluciones del colectivo social que ahora se identifica con Sortu como antes lo hizo con Batasuna, les ha surgido la necesidad de poner algo más que el apaciguamiento y el compromiso unilateral para contentar a los movilizados. Porque, el fin y al cabo, al final de las experiencias de Donostia y Ondarroa, la militancia ha tenido que volver a su quehacer con las manos vacías. El problema se dibuja cuando alguien cree que es suficiente consuelo llenar esas manos con el discurso espeso, acorazado, de otros tiempos.
El recurso al término de cipayo que agitó Pernando Barrena el miércoles contra la Er-tzaintza, o a la policía al servicio de España, que manejó Laura Mintegi, son un malabar irresponsable. En su propio e insistente discurso del tiempo nuevo y de dejar de mirar al pasado, no hay síntoma más trasnochado y emblema más caducado que el empleado por el portavoz de Sortu.
El tic choca, además, con la presunción de que el giro argumental a favor de las vías estrictamente democráticas y el desmarque de la violencia que ha protagonizado ese mundo son fruto de una cierta pedagogía interna pergeñada y difundida hacia las bases por quienes han ejercido la responsabilidad de dirigirlas antes, durante y después de su período de ilegalización política. El orientador de esas bases no puede ser a la vez pedagogo e incendiario porque es una estrategia que puede apretar las filas de los ciudadanos-soldado, pero les dirige a confrontar con todo el que no se sume a la falange. El discurso maximalista de nosotros frente a ellos vuelve a tomar cuerpo y es un cuerpo difícil de parar cuando va en carrera.
Alimenta la configuración de otras falanges hoplitas al otro extremo de la polis ideológica. El jueves, la que formaron PSE, PP y UPyD chocó frontalmente en busca de una victoria pírrica, por inútil, sobre el término "presos políticos". El campo quedó cubierto de palabras gruesas y golpes bajos, y EH Bildu perdió esa batalla sin que la experiencia haya servido para que tome conciencia del coste de esa estrategia y sí para volver las lanzas de nuevo contra el PNV porque no quiso enzarzarse en ese campo embarrado y estéril.
Resulta difícil de compaginar el fuero parlamentario y la libertad reforzada por este al uso de la palabra con la aplicación de limitaciones al léxico en términos de mayorías donde debieron alimentarse consensos. El término "preso político" no es menos legítimo por ser proscrito mediante una declaración sin recorrido apoyada por un tercio de la cámara vasca.
Lo que cuestiona su utilización en legitimidad es la insistencia con la que la izquierda abertzale y quienes la acompañan hacen la vista gorda ante el tótum revolútum de individuos y delitos que pretenden ampararse bajo el término. La aceptación de esa situación no sirve para asimilar a esa legión condenada por delitos violentos a la consideración de víctima de la represión política, aunque es la pretensión que cabe interpretar. Bien al contrario, a quienes posiciona es a quienes sí cabría reconocer como actores exclusivamente políticos engrosando directamente las filas del frente de makos. Es una píldora demasiado grande para que la sociedad vasca se la trague sin más.
Pedagogía acorazada