SON muchas las lecciones que cabe extraer del proceso colectivo de frustración, malestar, impotencia y energía negativa en que se ha convertido para la mayoría del pueblo catalán el tortuoso proceso del Estatut catalán y sus posteriores derivadas. Pese a la singularidad (institucional y política) de nuestra nación vasca, es posible extrapolar algunas reflexiones que permitan hacer un ejercicio de prospección desde Euskadi, pensando en nuestro futuro y en cómo seguir la senda de profundización de nuestro autogobierno.

Cabe recordar, en primer lugar, que la sentencia del TC sobre el Estatut proyectó su pronunciamiento en un doble plano: el estrictamente catalán, proclamando la inconstitucionalidad de ciertos preceptos del Estatut y en segundo lugar incidió sobre el propio andamiaje institucional estatal, para subrayar la indisoluble unidad de la única, a su juicio, nación existente: la española.

Se trataba de poner freno por parte del Tribunal Constitucional, como "cuestión de Estado", a cualquier "veleidad" soberanista, y marcar así las líneas rojas infranqueables, aunque ésta fuera defendida y postulada desde vías estrictamente pacíficas y democráticas. Se trataba de una sentencia política, no meramente interpretativa del texto constitucional.

La sentencia del Tribunal Constitucional colocó un triple candado frente a futuras iniciativas: conforme a su contenido, el único pueblo soberano es el español, representado por las Cortes Generales (Congreso y Senado español); el segundo argumento consistió en estimar que la previsión catalana en torno a su reconocimiento como nación y a la bilateralidad en la relación Estado/Generalitat afectaba al orden constituido y al fundamento mismo del orden constitucional; y en tercer lugar reiteró la inexistencia del pueblo catalán como sujeto político, para reafirmar así la voluntad soberana de la Nación española, única e indivisible, titular único de la soberanía.

Con Artur Mas al frente de la Generalitat, y buena parte de la legislatura por delante, ante la negativa de Rajoy a renegociar un sistema similar a nuestro Concierto económico vasco, y en ausencia de "estructuras de Estado" (de las que disponemos en Euskadi gracias al reconocimiento de los Derechos Históricos, cuya conservación. modificación y desarrollo están constitucionalmente amparados), el adelanto electoral catalán respondió a una apuesta maximalista tan audaz como arriesgada.

Ni el Tribunal Constitucional, ni el Gobierno Rajoy pueden poner freno al intento civilizado, pacífico y ajustado a las reglas democráticas de atender a los retos a los que nos enfrentamos las naciones sin Estado en un mundo global, que vive atenazado por la crisis económica y donde dentro de los vaivenes políticos nacionales sigue ocupando un lugar preferente el del sentimiento identitario.

Una primera evidencia es que los Estados siguen ostentando el primer puesto en el ranking de instituciones políticas. Pero deben adaptarse a un nuevo contexto y entorno global, no pueden aferrarse a los decimonónicos conceptos de soberanía, deben reinventarse, y solo pueden hacerlo si reconocen la existencia de otros espacios políticos más allá de su monopolio de poder.

Los recelos, las inquietudes, las interpretaciones y las cicateras y restrictivas respuestas a la propia idea de soberanía compartida se imponen en el discurso estatalista cuando hablamos, ad intra, del reconocimiento de la existencia de naciones dentro de un Estado, como es nuestro caso, el de Euskadi. El Estado trata de mantener celosamente su fuerza, su poder, el monopolio institucional, para tratar de reforzar una identidad nacional, una única identidad, coincidente con la del Estado.

La decepción no debe frenar la laboriosidad ni las ganas de avanzar en un proyecto de nación vasca con mayores cotas de autogobierno dentro de una organización estatal. La estrategia del nacionalismo institucional debe pasar por demostrar su carácter integrador, basado en un concepto de democracia plurinacional y cosmopolita (es decir, basado en el consentimiento y en el apoyo de la ciudadanía), única forma de superar la apatía que todos mostramos hacia la tradicional forma de ejercicio de la política.

Es posible reivindicar y lograr aglutinar en torno a un sentimiento de identidad nacional vasca una percepción de comunidad, que genere cohesión social y de sentimiento de grupo, por encima de coyunturas políticas transitorias como la actual. Es un proceso que requiere paciencia, trabajo, constancia y esfuerzo por socializar que sí es posible, que podemos construir un nuevo modelo relacional con el Estado.

La clave radica en la desconfianza que desde España despierta todo movimiento que suene a avance soberanista: no hay que olvidar que los Estatutos de Andalucía (que alude a "patria andaluza"), o de Aragón, Valencia o Baleares ya autodefinen sus territorios como "nacionalidades históricas"?¡y nadie ha alzado la voz ni ha recurrido tales previsiones estatutarias, seguros de la buena fe y de la ausencia de pretensiones soberanistas por parte de sus gobernantes!!!

La divergencia no está entre autonomismo y soberanismo, sino que radica en el reconocimiento identitario de Euskadi (o de Cataluña) como agente, como actor político y como nación, frente a la concepción reduccionista y cicatera que lo considera como mero titular competencial de una serie de materias, siempre subordinado a la indisoluble unidad de la única nación (la del propio Estado español).