Catalunya huele a cambio. Parece claro que habrá cambio de Gobierno, no solo porque CiU crece lo suficiente como para evitar que le vuelvan a birlar el sillón de "president" a pesar de haber ganado todas y cada una de las elecciones autonómicas. También porque ese nuevo Ejecutivo, el que sea, tendrá que clarificar lo que ahora está turbio: las relaciones Catalunya-España.
Como discusión previa para saber hasta dónde va a llegar ese nuevo Ejecutivo que previsiblemente liderará Mas convendría leer con mucha atención lo que los resultados electorales de hoy esconden. Todavía no tengo claro que exista ese magma independentista o algo parecido. O mejor, dudo de que sea tan amplio y tan transversal como dejaba entrever la enorme manifestación que recorrió Barcelona tras el segundo cepillado estatutario que supuso la sentencia del Tribunal Constitucional.
La campaña ha seguido sembrando dudas sobre este texto que ha sufrido tantos avatares y tantas traiciones. Quedan abiertas incógnitas como si CiU, que contribuyó a aprobarlo, se zafa del marcaje que supuso aquel pacto Mas-Zapatero que sacó el Estatut y se llevó por delante a Maragall. El principal partido de Catalunya ha preferido centrar su reivindicación suavizando el independentismo latente en sus bases y transformándolo en una petición concreta que puede levantar más adhesiones: un convenio económico al estilo del concierto vasco.
Los socialistas son los que más motivos tienen para no haber sacado a relucir su gestión del Estatut. Está claro: Zapatero no ha sido capaz de aguantar aquel "respetaré el Estatut que salga del Parlament" que proclamó en plena campaña en el Palau Sant Jordi en noviembre de 2003. Muerto y enterrado el tripartito, sin posibilidad de resucitarlo según Montilla, el candidato del PSC se libra del marcaje de Esquerra Republicana y se ha lanzado a criticar las propuestas de los demás sin aportar la suya. Sabemos, ya lo sabíamos antes, que el PSC no era independentista, pero no se conoce cuál es su grado de catalanismo y en qué lo materializa cuando se trata de poner negro sobre blanco las aspiraciones concretas.
La indecisión de Montilla, unida a su falta de carisma, han hecho que el PSOE se haya erigido en protagonista de campaña. Y a sus ilustres habrá que recurrir para saber dónde está el límite de lo que el PSC puede defender. Si hacemos caso a Zapatero y al omnipresente Felipe González, no hay nada más que rascar fuera de lo que lo que pone en el Estatut. No en el aprobado, sino en el recortado por el Tribunal Constitucional. Cuando CiU saca a relucir la hacienda propia y el concierto económico con España, responden el presidente y el expresidente del Gobierno: nunca conseguirá Mas lo que no ha logrado Montilla. Fin de la "aventura".
Puede que sea el final en Madrid, pero no necesariamente en Catalunya. Por eso, los resultados de mañana avalarán o rechazarán la tesis de que los recortes estatutarios no han hecho sino alimentar más las ansias nacionales de Catalunya para decidir su propio futuro. Aquí, curiosamente, no se habla de "autodeterminación"; directamente se alude a la más explícita "independencia". Con esta propuesta independentista se presenta Joan Laporta, que más allá de la aspiración nacional, no tiene programa. No sabemos si es de izquierdas (poco probable) o es una suerte de Umberto Bossi a la catalana que le basta con el populismo. Saque o no buenos resultados, la avería para Esquerra Republicana ya está hecha.
Izquierda/derecha. En la recta final de campaña, los partidos que han sostenido primero a Maragall y después a Montilla se han acordado que eran partidos de izquierda y que ese fue el elemento de empaste para el Govern d´Entesa.
Puede que sea demasiado tarde para limpiar la imagen de jaula de grillos que han transmitido.
Montilla apuró las últimas horas de campaña con mítines relámpago en el cinturón industrial de Barcelona. Allí hizo apelaciones al obrerismo que los socialistas no habían pronunciado después del Congreso de Suresnes. En realidad, da lo mismo decir una cosa que otra porque vivimos tiempos en los que los Gobiernos de izquierda hacen una política de la que reniegan en público. Se supone que les encantaría engordar lo público, pero lo están aligerando. La culpa la tiene, ¡mecachis!, el mercado.
Esta dicotomía izquierda/derecha era la única tecla que podía sonar afinada en el discurso del tripartito, pero como los tiempos no están para bromas ni siquiera Mas ha necesitado defenderse de la "gravísima" acusación de ser de derechas. Le ha bastado con mentar el concierto económico y evitar promesas porque la crisis no da para alegrías.
Si no se habla del problema nacional surgido tras el fiasco estatutario y los debates económicos quedan aplazados por las urgencias de la crisis, la verdadera incógnita no estará en el reparto de escaños (eso se solventa esta noche) sino en las acciones del próximo Gobierno para salir del atasco catalán.