e pasado unos días de asueto recientemente en la llamada España vaciada. Y, la verdad es que, menos vacío, me he encontrado de todo un poco. Los pueblos de interior adolecen de buena parte de los servicios básicos sin los que los urbanitas no sabríamos ni respirar. Eso es cierto y causa principal de que cada vez haya más vecinos de esas zonas que deciden trasladarse a las ciudades para tener al alcance de la mano médicos y hospitales, educación y ofertas laborales. Y a ello deberían aplicarse las instituciones para, por lo menos, dotar a toda la población de un territorio de las mismas posibilidades, algo que ahora no ocurre. Dicho lo cual, a nadie se le escapa que pasear entre calles de casas de piedra con olor a espigas recién cosechadas, degustar una costilla cocinada en un horno de leña, comprobar cómo crecen los girasoles buscando la luz del sol en los campos, pagar considerablemente menos por una caña de cerveza en los bares o sorprenderse de ver un corzo en libertad, que huye al verte, son de esas cosas que merece la pena paladear cada cierto tiempo. Y eso no es vacío, sino todo lo contrario, porque forma parte de una cultura primigenia que va ligada a los genes de los habitantes de las sociedades supuestamente modernas.