ara los más entrados en años este vocablo les retrotraerá a la época de la Guerra Fría y la disputa entre la extinta Unión Soviética y los Estados Unidos por la supremacía en la carrera espacial. La traducción equivale al término ruso satélite, en alusión al lanzamiento del primer artilugio artificial que los soviéticos lograron poner en órbita, tomando la delantera a sus acérrimos enemigos estadounidenses, en el mes de octubre de 1957. En la segunda década del siglo XXI el presidente ruso, Vladimir Putin, vuelve a poner de moda Sputnik, pero aplicado al gran salto para la Humanidad, que supone hacerlo en forma de vacuna para doblegar al coronavirus. Le ha añadido la letra 'V', para marcar su propio territorio y aludir a la victoria que supuso para Rusia anunciar, el pasado 11 de agosto, la autorización concedida a la vacuna. En pleno azote de la ola veraniega, aquel paso adelante sonó más bien a bravuconada de un Vladimir Putin que, además, inoculó una dosis a su propia hija como mejor garantía de fiabilidad de la misma. Aquel escepticismo inicial ha dado paso a una súplica casi generalizada de la Unión Europea para incorporar a la Sputnik V como uno más de los remedios con los que detener el SARS-CoV-2, en medio de las tensiones con las farmacéuticas y sus problemas para producir los viales.