stos días mi cabeza presenta un aspecto peculiar. El caso es que a sus habituales características fisionómicas hay que añadir ahora dos nuevas trazas que circundan ambas orejas. A modo de surco y en un color que varía entre el rojo y el blanco, me temo que han llegado para quedarse, otorgando al conjunto un toque singular, más aún del que ya presentaba. Tal metamorfosis física solo es una derivada más de esta época tan extraña en la que nos está tocando vivir y padecer. De hecho, el uso continuado de la mascarilla como método de protección ante un eventual episodio de coronavirus cercano amenaza con amputarme ambos pabellones auditivos debido a una goma puñetera que, dicho sea de paso, hace su trabajo de sujeción de la careta con extraordinaria fiabilidad y sin miramientos, apretando con ahínco hasta acanalarme el contorno de los cartílagos. La solución debería ser fácil. Pero con otros modelos el tapabocas tiende a posarse en la base del cuello, al estilo de una bufanda, y si uso un extensor para salvar mis órganos del cercenamiento, el invento acaba por irritarme la piel. Así que, ya ven, el bicho del demonio sigue cambiándonos la vida hasta en los detalles más nimios, transformándonos la existencia en pequeños infiernos con pinta de seculares.