n un parlamento cualquiera de una comunidad cualquiera, en uno de esos días señalados en el calendario, el presidente o presidenta del Ejecutivo daba cuenta de su gestión pretérita y prioridades inmediatas señalando con el dedo las líneas de los folios que iba leyendo con la misma espontaneidad, soltura y convicción que hubiera expresado una silla vacía. Al término del solemne acto de inicio del curso legislativo, las y los portavoces de los grupos políticos salían a la sala de prensa a valorar el discurso de la jefatura del gobierno y dejaban para la posteridad una exposición de los diferentes caracteres que representan lo peor de la política. El demagogo de eslogan facilón, el mediocre y anodino, el pirómano o el trepa salían uno detrás de otro a valorar el discurso del Gobierno, y bien fuera desde la oposición, la coalición o la asociación externa, nadie era capaz de elevar ni tan solo un poco el nivel del ralo discurso de apertura de un nuevo año de insultos, mentiras e hipérboles. Todos, a su manera, tomando al pueblo por imbécil, ajenos en su endógamo día a día a la realidad de la calle, sin demostrar la mínima talla intelectual -que igual la tienen, pero no creen preciso emplearla ante el micrófono- exigible a quien representa los intereses de la ciudadanía.