ues, a fuer de ser sinceros, estoy un poco desubicado. Cada 4 de agosto, un nosequé y un quéseyo se me instalan en el estómago y me acompañan durante toda la jornada, que es una de esas que están señaladas en rojo en el calendario imaginario de hitos personales que me acompañan en mis andaduras vitales. El día del txupinazo me encanta y me emociona hasta el punto de que he tenido que contener alguna lagrimilla en más de una ocasión para mantener la compostura, ya que siempre paso los momentos previos y posteriores al descorche festivo enclaustrado en esta redacción que me acoge sin remedio. Celedón, la ciudad desatada, la alegría... Ayer todo eso llegó, eso sí, sólo a mi imaginación, que con la que está cayendo, es la mejor ubicación para las muchedumbres y los jolgorios multitudinarios. Así que, dadas las circunstancias, se me ha quedado el cuerpo que ni chicha ni limoná, con unas ganas tremendas de chufla previas al asueto estival, pero con el convencimiento de que es mejor parar ahora que tener que lamentar las consecuencias de la pandemia del demonio, que bastante sufrimiento ha traído ya. Este año toca responsabilidad, que ya habrá tiempo en 2021 de cobrarse las deudas festivas con creces e intereses. Celedón seguro que lo entiende.