a estoy más tranquilo. Ayer, después de trabajar, y con todas las medidas de distanciamiento posibles, me tomé un par de cañas en una terraza de un local hostelero. Fue un reencuentro amable, sin tiranteces, en un ambiente fluido. No hizo falta aplicarse. Todo fue rodado y empezó como se deben iniciar las grandes historias: removiendo las posaderas hasta coger postura en la silla. Después, de forma innata e instintiva, mis manos interpretaron esa pléyade de gestos del idioma no verbal con el que los parroquianos tienden a comunicarse con los camareros para completar la consumición. Fue como ponerse a andar en bicicleta. Hay cosas que nunca se olvidan. Ni siquiera varios meses de confinamiento y de ensoñaciones han podido acabar con los rasgos de la cultura callejera que, como todo hijo de vecino en esta ciudad, he mamado casi desde que nací. Porque, a fuerza de ser sinceros, tomarse una cerveza en lata comprada en un súper para ponerse a ver el mundo desde el mirador de un piso no se puede considerar actividad de ocio. En fin, que habrá que ir poco a poco en la desescalada para volver a disfrutar de esas pequeñas cosas que ofrecía la vida antes del coronavirus del demonio y que uno no sabe cuánto las echa de menos hasta que las ha perdido.