Estos días, coronavirus mediante, me están sirviendo para conocer un poco mejor las histerias humanas. No en vano, cada dato que surge relacionado con el demoniaco covid 19, su evolución y sus estadísticas infernales, genera al mismo tiempo una batería de convulsiones sistémicas en forma de complejas teorías médicas, miedo hipocondriaco supino y esbozos de conspiraciones judeo-masónicas respecto a la génesis del patógeno y la presunta mala praxis de todos los llamados a contener la infección que, al parecer, están en comandita viendo cómo cae la fruta más madura. Hay quienes suspiran por alarmar y por sumirse en el alarmismo procaz como placebo para lidiar con los miedos adscritos a una enfermedad que, pese al desconocimiento que la envuelve, no deja de ser poco más, o poco menos, que una gripe de serie, que recuerdo que llega todos los años y que, por desgracia, tiene unos efectos notorios, pero que pasan desapercibidos. Supongo que parte de la culpa la tenemos los medios de comunicación, contribuyendo día sí y día también a serenar el ambiente con los mejores tonos amarillos a unos titulares que descollan sobremanera. En fin, es evidente que muchos humanos enferman, pero de inteligencia, bien por defecto, bien por exceso.